miércoles, 17 de agosto de 2011


Queridos amigos papistas y peregrinos,

Ahora es cuando os envidio de veras. Cómo querría en estos momentos encontrar una verdad consistente a la que asirme y entregarme sin reservas, algo que me pudiera serenar el espíritu, que supiera explicar cómo un cristiano, que defiende valores de solidaridad con el necesitado, justifica y defiende con uñas y dientes el gasto desmesurado en fastos y boato, a costa de recortar necesidades básicas a los que menos tienen.

Somos mucho más parecidos de lo que creéis, incluso el movimiento indignado del 15M y el movimiento cristiano original tienen muchos puntos en común. Dar de comer al necesitado es un precepto puramente cristiano, nacido de la opresión de un pueblo sometido a un poder desmesurado y grandilocuente. En algunas zonas fueron tolerados en sus inicios, hasta que descubrieron que amenazaban al estamento dominador. Es tan viejo como el hombre, la necesidad de pedir justicia.

Nos habréis de perdonar —y estoy segura, que me tachen de optimista, de que a estas horas estaréis, los guías espirituales instando a los más jóvenes a comprendernos, y algunos de los más jóvenes lo estaréis intentando, e igual alguno lo consigue— si se nos va la mano coreando lemas irreverentes alguna vez. Ojalá hayáis vivido una experiencia con la que comparar nuestra situación. Ojalá. Ojalá fuérais capaces de compartir el dolor de ver cómo se recortan derechos básicos de acceso a vivienda, sanidad o educación y material escolar a tus semejantes mientras una fastuosa celebración multitudinaria recibe privilegios, a pesar de que todos hayamos votado que no sería así en ningún caso, únicamente por ser la ideología imperante entre los miembros del gobierno. O por presiones de poder. O por lo que sea.

Ojalá tuviérais la gran generosidad de espíritu de poneros en el lugar de los habitantes del país que estáis visitando, o de vuestros conciudadanos. No de todos, por supuesto; me refiero a la parte que no está de acuerdo con esta visita. Los que salimos a la calle a decíroslo, porque estaría bueno que pretendan hacernos creer que la educación, la sanidad y la vivienda no son necesidades tan urgentes para invertir nuestros impuestos como lo es la visita propagandística, que no tiene otro fin —o me lo explicáis—, de un líder religioso que, según nuestra constitución, no nos representa —que no estamos en contra de que vengáis vosotros, a título personal. Mientras el coste de la visita lo costee la Iglesia, o cualquier otro que no sean nuestros derechos básicos—; y los que no salen a la calle porque no se creen con derecho a decirlo en voz alta. Tal es la educación católica que pesa en nuestro país.

Ojalá supiéramos todos separar la fe espiritual de los valores esenciales que conforman el cuerpo de una religión de las estrategias totalizadoras que perpetúan los estamentos para poder vivir a costa de su rebaño.

A mí, la rancia religión católica y sus preceptos actuales, no los principios originales del cristianismo, se me antojan similares a las ataduras que rodean emocionalmente a lo que hoy en día llaman una ‘víctima de violencia de género’. Alguien te dice que eres culpable por algo que jamás podrías reparar, puesto que no está en tu mano —cómo se sostendrá entonces que esté en tu mano hacerlo—; alguien te dice que la manera en que eres, cómo funcionan tus mecanismos biológicos, es sucia y es necesario dominarla. Él te guiará. Porque tú no eres lo suficientemente responsable como para elegir lo que es bueno o malo, él te lo dirá. Se responsabilizará de tu vida: si sigues el camino, cuando cometas un pecado te absolverá a cambio de una pequeña penitencia, que ellos saben valorar exactamente el peso de tu alma y tu dolor, y si llevas a cabo buenas obras, el mérito sólo te pertenecerá a ti. Buen trato, ¿no? Al final todo termina bien, porque vas al cielo y te salvas. Aunque como para ese entonces estarás muerto, en vida nunca sabrás si están en lo cierto. Ah, que ahí viene lo de la FE. Con mayúsculas, porque a mí me parece una jartá de fe.

Pero ese no es el punto que intento defender. Evidentemente soy un ser humano, y, al no ser católica ni tender a la divinidad ni al infinito, tengo bastantes defectos y mis pasiones me dominan aunque intento razonar, la mayoría de las veces. Tengo mucha inclinación al sarcasmo y el descreímiento, y en ocasiones mi tono puede estar teñido de condescendencia y soberbia, cosa que intento evitar. Os pido disculpas por todas aquellas veces en las que no lo he logrado. Soy muy inflamable, irreverente y reacciono de forma brusca cuando me indigno. Suelo parecer bastante terca. Digo parecer porque, aunque no te dé la razón, al irme a casa, rumio todo lo que me has dicho e intento contrastarlo con los datos y experiencias de mi pobre percepción y mi limitado razonamiento humano. Al no tener un dios que me expíe, suelo ser bastante estricta en mis principios, pero sólo conmigo misma. Por esta razón, en ninguno de los dos casos, ni en el de las víctimas de violencia de género —quienes por cierto sufren en silencio los golpes físicos o psicológicos de su agresor, pero no intentan convencer a sus vecinas de que ahí reside la salvación—, ni en el de los creyentes en la Iglesia católica, soy intervencionista en absoluto. Allá cada cual con lo que permita con sus cuerpos y mentes. A mí no me hace daño, si ambas partes han elegido libremente.

Pero —vuelvo a los inicios, tal es mi perplejidad por el asunto— soy absolutamente incapaz —sí, achacádmelo a mí también, es una incapacidad mía— de ponerme en vuestro lugar, de comprender los procesos lógicos que os llevan a defender la oportunidad de esta visita y los privilegios que mantenéis frente a los que la soportan económicamente. No, si, aunque jamás lo admitáis en público, seguís creyendo en vuestros fueros internos que el mejor destino de esos 25 millones de euros —que nos admiten que va a costar la visita de vuestro papa— es éste, y no el restablecimiento de la partida destinada a educación infantil, suprimida este año por falta de fondos en la Comunidad de Madrid, por ejemplo. Sé que cuesta, pero intenta ponerte en mi lugar. Imagina, usa tu poder de imaginación para hacer un esfuerzo verdaderamente humano e incluso de hermanamiento y comprensión, e imagina que todos aquellos a los que amas, tachados de antinaturales o insolidarios por otros que profesan otra fe, no llegan a final de mes, no pueden comprarles libros a sus hijos, sufren largas listas de espera o recortes en la atención sanitaria porque no hay dinero suficiente, según sus gobernantes. Y estos mismos gobernantes destinan una sustanciosa suma, días después de haber subido escandalosamente el precio del transporte, a la visita del líder religioso que proclama ‘verdades’ que a ti te resultan hirientes. Las personas que ves a diario sufrir por falta de recursos tienen que pagar, además de la crisis generada por bancos y gobernantes, un billete de metro a coste un 50% más caro, pero los invitados sólo pagan el 80% de ese precio total. Por retratar uno solo de los agravios comparativos se podrían citar. ¿No perderías las formas? ¿No te verías inundado por una oleada de impotencia ante la injusticia ni te verías impulsado a salir a la calle a gritarlo? Si no es así, enhorabuena: estás hecho de mármol y te mereces ese paraíso al que optas por una vida de culpa. Toda mi admiración por el dominio y control de ti mismo. Yo he sido incapaz.

El rechazo a la injusticia social, ese sentimiento humano de solidaridad y conmiseración, que no compasión que no me gusta, es lo que ha hecho avanzar a la civilización humana, lo veáis o no. Como que el cielo es azul, mucho más claro que la santísima trinidad, dónde va a parar. Los sentimientos de resignación, sometimiento y confianza en un poder superior —los valores que sustentan esta visita— jamás han guiado los pasos del hombre hacia delante. Más bien al revés: todas esas conciencias repletas de culpas pequeñas, que aceptan no razonar ni criticar al de arriba, por miedo a los demás o a sí mismos, a perder la aprobación del otro o la salvación eterna, entretejen la trama de conformismo de la que se nutren los agentes de poder. Este dios, el de El Vaticano, os ama, sí, aunque si todos no podéis ser ricos, os prefiere pobres, resignados y adoctrinados.

Pero si no lo veis, esa no es mi lucha. Me encantaría que pudiérais entender que no se daña vuestra fe ni vuestras creencias pidiendo que los estamentos dominadores de la iglesia católica vivan de acuerdo con vuestras sagradas escrituras y entreguen al pueblo lo que es del pueblo, fruto de su trabajo. Pediros que seáis consecuentes con esa sencilla solicitud de decencia humana tampoco creo que sea para tanto; mucho menos si me decís que podríais permanecer impasibles ante una injusticia feroz y no sucumbir a las pasiones humanas. Si lográis tal compostura, esto será pecata minuta para vosotros.

Ojalá.

Al menos, a mí me queda el consuelo de admitir —porque sí, ya lo he dicho antes, aunque no lo parezca, las discusiones con personas a las que amo terminan por dejarme poso— felizmente, dicho sea de paso, que puedo llegar a comprender y admirar la labor de cristianos de base como los ciento veinte curas madrileños que han rechazado una visita de su líder que es ‘una demostración de poder’ y no de solidaridad, según sus palabras. Pues no los he nombrado hoy veces, no; pues no estaré yo orgullosa, de personas con las que comparto tan poco, en un primer vistazo.

viernes, 22 de julio de 2011

Por fin el día llegó. Y acto seguido, se esfumó.



Como cada vez, se despertó en medio del mismo sueño de cada lustro: remolinos de pétalos de mil especies distintas de flores la envolvían. Inmóvil, con los ojos entrecerrados, los diminutos y coloridos pétalos se le enredaban en las pestañas; era consciente de que el dibujo sería claro para cualquiera situado a dos mil metros sobre su figura. Pero ella no podía darle forma, desde el centro del cálido huracán.


Al abrir los ojos, la visión se esfumó aunque siguiera allí. Cada músculo acogía el calor del día señalado con la gratitud que conceden cuarenta y tres mil ochocientas horas de espera. Se desperezó y estiró los dedos de las manos y de los pies. Respiró y percibió el ligero aroma a naranja y cilantro que siempre acompañaba su llegada.


Calentó agua, la perfumó con orquídeas y, como siempre y a pesar de la serenidad que aplicaba a sus movimientos, se quemó los dedos al tocar las asas de acero del perol. Aunque tenía dispuestos y preparados varios paños al lado del fuego, en el último momento parecía olvidar, por costumbre, protegerse del calor con ellos.


La luz de media mañana y el rumor de las ramas de las higueras agitándose con la incipiente brisa veraniega se ocuparon de crear la estampa estival acostumbrada mientras sumergía su larga melena en el baño aromático.


Tras frotar con calma y mimo cada palmo de su cuerpo con agua y jabón, ungió la cara interna de sus extremidades con aceite de prímula y magnolias, macerado durante meses, como si de un rito mortuorio se tratara. Cada vez le asaltaba ese mismo pensamiento, y cada vez sonreía ante lo acertado de su ocurrencia, desgastada de tanto pretender ser original.


Con el cabello trenzado, los ojos transparentes y descalza, caminó durante horas bajo un sol que a otros les habría parecido despiadado y que a ella le hacía cosquillas en los pómulos y la nuca. Caminó y caminó, y ascendió por escarpados caminos, atravesó el bosque y el valle, y siguió el curso descendiente del arroyo. Sintió de forma alterna las piedras y el limo en las plantas de sus pies, mientras por sus pantorrillas y muslos le trepaban las fuerzas que había ido perdiendo con el olvido de la última vez que recorrió aquel camino.


Llegó hasta el montículo elegido y subió y subió, sin detenerse, respirando hondo y pausadamente, sintiendo cómo cada articulación soportaba el peso de su existencia y lo empujaba con ligereza a través de senderos esculpidos con los pies de alguien muy parecido a ella; con sus propios pies.


Y nada más coronar la cima, ocurrió. Las corrientes de aire que la habían ido acompañando, jugando con sus dedos y susurrando en idiomas extraños, se fortalecieron e hicieron silbar las agrupaciones arbóreas al pie. Con ellas ascendía una melodía cristalina y especiada. La fuerza centrífuga del viento le retorció el vestido celeste y le salpicó la cara de mechones castaños que se resistían a guardar las formas. La electricidad estática vino y se fue. Como si se encontrara en el mismo vórtice del mundo, percibió cómo el conocido géiser aéreo la atravesaba vaciándola de todo contenido, y su carne comenzó a cobrar sentido.



Entonces dejó de pensar. Y no pudo saber si llevar la cuenta de aquel segmento temporal en minutos, semanas o meses. Lo que supo, al cesar todo movimiento dentro y alrededor, es que había de volver a bajar para comenzar a olvidar, esperando, con alegría y tesón, a que volvieran a transcurrir los mil ochocientos veinticinco días de rigor.




Desde allí arriba todo podía verse con claridad, y sin embargo, de la misma manera que un observador con la nariz pegada a un lienzo de Roy Lichtenstein no puede distinguir más que algunos puntos de colores, nunca sería capaz de percibir nítidamente la forma del que la poseía, cada cinco lustros, en lo alto de aquella colina.

domingo, 26 de junio de 2011

Os pido perdón pero I need to break free...


Vamos a ver si nos liberamos de carga y llamamos a las cosas por su nombre, porque necesito aclarar algunas informaciones para mi correcta relación con el mundo, de ahora en adelante al menos... En los últimos años he ido encontrando algunas percepciones que todos sostenemos como verdades inmutables y que a mí se me antojan erróneas, diferencia de pareceres, lo llamarán algunos. En cualquier caso, como veo que mis acciones no son suficientemente transparentes, creo que es necesario definir lo que yo encuentro erróneo en la escala popular de valores, sin más intención que la de guardar una higiene necesaria en el espacio que habito en este mundo. Y sin más dilaciones, paso a enumerar las percepciones erróneas que detecto según mi propia visión de las cosas, claro.

Percepción errónea número 1.

‘No tienes derecho a juzgarme’

En primer lugar, tengo una noticia para todos aquellos que creen firmemente en esta idea del ‘no juicio’: si no juzgáramos la realidad, no podríamos ni mover un músculo en el mundo, amigos. Juzgar equivale a evaluar, y en base a la información que tus sentidos reciben y al background que configura tu estructura mental, el proceso básico de tu cerebro ante cualquier estímulo es ‘evaluar’ la información que te llega y emitir o no una respuesta o reacción. Todos emitimos juicios, internos o no, acerca de la realidad, del aspecto material de las cosas o del comportamiento de las personas. A lo que no tenemos derecho es a condenar a alguien o a etiquetarle, definiendo nuestra relación en base a ese prejuicio, sin tener suficientes elementos que valorar. Y aun así, el estado te considera un delincuente a priori y te cobra un canon por las posibles copias piratas que hagas, y la iglesia católica lo hace constantemente —tú no eres quién para decidir si tener un niño o no, ni cuál será tu pareja sexual...— y nadie dice nada, se les conceden 800 colegios públicos para que cobren alojamiento a sus feligreses y todo, fíjate.

Así que, derivado de este hecho y en respuesta a esa constante cantinela tras la que se escudan los que no quieren asumir su responsabilidad social, lo que tengo que decir es lo siguiente: si tu voto cuenta igual que el mío y además me afecta —cosa que la intimidad sexual de otros o mis elecciones personales no hacen—, acostúmbrate, pero tengo derecho a juzgar cada una de tus opiniones o acciones, y aunque no lo tuviera lo haría igual —es una de las pocas libertades que nadie me va a quitar: la libertad de pensamiento—; tu desidia me lleva a tener que tragar con cosas en las que tú ni te has parado a pensar, tu egoísmo hace que miles de familias no tengan recursos, así que, quieras o no sentirte responsable, lo eres. Y vamos a desmitificar otro concepto popular. Ser de derechas no es sólo ser conservador o preocuparse por el trabajo y la economía de uno mismo; ser de derechas en este país —en este país, repito—, es ser o bien un desinformado feliz o un egoísta, insolidario, que condena al otro por cosas que uno mismo ha hecho y jerarquiza a las personas según su posición social, su ideología o su orientación sexual. O las dos cosas, claro. En cualquiera de los tres casos, mi opinión es que si votas a la derecha en este país contribuyes no sólo al recorte de derechos de la sociedad al completo, sino al dolor de millones de personas en el mundo, sólo con las opiniones internas y las acciones políticas que mantienes, promueves y justificas. Tan claro como que el cielo es azul, por mucho que duela verlo. Y decirlo también duele, que conste. Si no, al tiempo.

Percepción errónea número 2.

‘Es mi opinión, y tiene la misma validez que la tuya’

Ay, cómo me duele también decir esto, pero es que no es así. En el alma lo siento, de verdad, pero no, no valen lo mismo todas las opiniones. Mi opinión acerca de la combustión del carbón y cómo puede afectar a la atmósfera terrestre no vale lo mismo que la de un ingeniero químico especializado en medio ambiente. Hemos entendido mal la democracia, en este sentido. Si tu opinión es que el mundo fue creado en seis días y al séptimo Dios descansó, lo siento, pero es una idea absurda, sin fundamento ni pruebas objetivas, invalidada por una teoría científica. No la eleves al estatus de teoría, siquiera, porque solamente se basa en seguir una creencia que miles de personas han tenido durante siglos. Y, durante siglos, se ha creído en la reencarnación, la medicina china, los horóscopos de una u otra cultura y los espíritus provenientes de otra dimensión. La antigüedad tampoco tiene validez para dotar de credibilidad a una idea; los escritos religiosos más antiguos, los Baghavad Gita, son aquellos de los que nacen las doctrinas hinduístas, y el código de Hammurabi no prevalece por encima del derecho romano aun a pesar de ganarle en edad...

Son paradojas de la conciencia religiosa del ser humano, los estados de la suspensión de la credibilidad que administramos como nos viene en gana, vaya. Por ejemplo, yo ahora mismo voy al médico y le digo que estoy casada con un señor imaginario que quiere que dedique mi vida a hacer madalenas y que me prohíbe tener relaciones sexuales o alimentarme correctamente, y el doctor me da una bonita habitación verde en el psiquiátrico de Leganés —eso si sigue habiendo centros para enfermos mentales y el gobierno de la comunidad no ha vendido los terrenos públicos a una entidad privada—. Podría haber obtenido un resultado diferente sólo con nombrar a Jesucristo. Si digo que estoy casada con el Señor, me dan una habitación en un convento del siglo XVII propiedad del Estado hasta que, aprovechando un vacío legal, el responsable de la diócesis lo fue poniendo a nombre de la Iglesia, y además de no tener que trabajar en la vida, tampoco pagaré impuestos ni tendré responsabilidad social, ya que entregaré mi voluntad a lo que quiera que los señores rectores de las estructuras católicas tengan a bien hacer conmigo. Por no tener responsabilidad, fíjate que hasta me desharé de la individual por vestir un hábito que representa graves injusticias sociales y graves lesiones de los derechos humanos. Yo, aunque los represente, me alimente de ellos y difunda su mensaje, no tendré que ver con nada de lo que la empresa católica hace de malo. Sólo con lo bueno. Eso sí. Todo esto nos parece muy lógico.

En el plano político y social, papá Estado me ha vendido la idea de que una señora que elige a una pareja que le da dos leches a la semana no cuenta con pleno raciocinio; es una víctima cuyas decisiones están limitadas por su valoración emocional de la circunstancia: evalúa erróneamente los riesgos y los asume por miedo o incapacidad, por tener una visión sesgada de la realidad, producto de una manipulación psicológica. En cambio, un ciudadano abotargado por los programas rosas, la alta tecnología pa tomarse un café, la última moda y la última goa, cuya capacidad crítica abstracta se ve mermada por la falta de información veraz en los medios masivos y la ausencia de una solidez educativa en materia lingüística o en conceptos sociopolíticos, al que azuzan constantemente con niveles de productividad que hay que rebasar, amenazan con constantes peligros y enfermedades, seducen con la promesa de ocio constante y sucedáneos del placer, y chantajean, de modo emocional y financiero, cada uno de los días de su vida, es plenamente consciente de lo que elige para ser gobernado. Tócate los cojones.

Pero voy a revelaros otro secreto a voces, que por mucho que gritemos ninguno va a escuchar, estoy convencida, tanta es la tenacidad en los errores del espíritu humano: todo eso, las estructuras sistemáticas del estado, se sostienen gracias a cómo ara su camino cada uno de vosotros.

Sin vuestra connivencia, diferenciando al semejante debido a los hechos más bizarros —posición social, cuenta corriente, físico, lugar de nacimiento, preferencias íntimas—, buscando la mera satisfacción inmediata y personal dejando a un lado las consecuencias de vuestras elecciones, rezongando en la pereza de no querer mirar no sea que no te guste, o de no querer aprender porque entonces no tendrías excusa… Sin todas y cada una de las acciones personales de cada uno de vosotros, todo esto, este sistema capitalista y salvaje que lleva a que las mayores industrias a nivel mundial se nutran del sufrimiento humano no sería posible. No es un club selecto y secreto que se reúne en unas catatumbas, ni se trata de cuatro elegidos descendientes de las más antiguas y nombradas familias europeas de tradición judeomasónica, no. No es algo externo a vosotros a lo que podáis culpar. El capitalismo feroz que devora la carne y el alma de millones de seres humanos para poder engrosar las cifras de la cuenta corriente de unos cientos anida en cada uno de vuestros corazones, y crece con cada paso que dais en su dirección.

Cuánto lamento tener que decirlo.

Si has llegado a una conclusión basándote en informaciones de tercera mano, o en sensaciones que no han pasado por el tamiz del raciocinio, o en aquello que te dijo una vez alguien en quien creías, o en que es lo que más te gustaría creer, mis disculpas de nuevo, pero eso no hace que tu opinión equivalga a la de alguien que ha comprobado las fuentes, que conoce el hecho de primera mano, que ha investigado con las materias que se evalúan o que ha contrastado todas las informaciones con la realidad y la ayuda de su capacidad de crítica abstracta. Siento lo que voy a decir ahora también, pero si no te has leído un libro en años ni eres capaz de hacer un resumen de la actualidad política y económica una vez terminas de leer un periódico porque no has comprendido una mierda, tu opinión tampoco equivale a la de alguien que sí es capaz. Es duro de decir, pero es así. Más duro es que en esta sociedad mueran personas para mantener los dividendos de gente que mira hacia otro lado, y la mayoría parece estar conforme con eso.

La gente habla constantemente de la necesidad de ‘respeto’. ‘Respeta mis creencias, respeta mis opiniones, respeta mi forma de conducir mi vida, respeta mis elecciones…’ Y todos tenemos que respetar que un montón de personas crean que un señor murió por nuestros pecados y que somos culpables desde el nacimiento, y que las personas sólo se pueden acostar con miembros del sexo opuesto. Ahora bien, a ellos nadie les obliga a siquiera encuadrar como ‘normales’ las elecciones de todos los demás, como está implícito en sus propias creencias. Y los demás sufrimos las consecuencias de la inconsciencia, el egoísmo y la ignorancia de los que votan a quienes les roban, y la educación y las buenas formas nos conminan a ‘respetar’ sus opciones sin poder decir lo absurdas o lo dañinas que nos parecen.

Pues otra vez lo lamento, por no estar en esa onda zen que debería acompañar a mi misticismo interno en opinión de muchos —quienes se equivocan según mi opinión, je—, pero desde ahora mismo derogo en mi mundo las buenas formas. Si tú eres tan atrevido como para enunciar tus chorradas sin argumentación ni raciocinio, no tendré pudor en anunciarte mi opinión acerca de la validez de las mismas. Si tu comportamiento hiere al prójimo, no voy a contribuir a las justificaciones que te haces a ti mismo, sólo por amabilidad o ‘consideración’, ya que considero, evalúo y concluyo, a tenor de tus elecciones y actos, que tú no la tienes con los demás. Si crees que el mundo está bien cuando tú y tu cuenta corriente estáis bien; si piensas que hay ciudadanos de primera o de tercera en virtud de su apariencia externa, su procedencia, la elección de sus parejas o sus posesiones materiales; si no te detienes a razonar sobre aquello que te venden y te lo tragas porque te conviene; si crees que el motor del mundo debe ser un ente abstracto financiero y no la emoción humana; si evalúas tus acciones sólo en función del posible beneficio o intereses personales y no consideras el impacto que pueden tener en tus semejantes —o lo subordinas a los primeros—; si, en resumen, eres un fiel defensor de la máxima ‘yo lo que quiero es un trabajo y un plato de comida en mi mesa’, por favor, ahórranos a ambos momentos de tensión porque no tenemos uzzis ni berettas a mano, y sigue tu camino lejos del mío. Estoy haciendo limpieza de mi espacio vital y necesito estar rodeada de belleza, que no por creer en la izquierda, las libertades y las responsabilidades humanas, dejo de apreciar la estética del mundo. (Desmontamos así otro tópico del que gustan los espíritus simples, el del 'rojo' que no puede disfrutar de su mundo material, con lo que se retratan al equiparar al que tiene ‘posibles’ con el que desea que nadie más los tenga.)

La última de las percepciones erróneas de hoy es aquella que sustenta a los que te sueltan, en uno los muchos malos días que tienen, ‘qué feo es eso que llevas.' Y acto seguido: 'Es que soy muy sincero’.
Sí, sincero eres. E impertinente, que nadie te ha preguntado tu opinión ni se trata de información necesaria para definir nuestra relación en el mundo. Pero eso sí, me espero, que me va a gustar ver cómo le dices a tu jefe, cuando entre por la puerta de tu oficina vistiendo una horrible chaqueta tweed, lo ridículo que consideras que está.

sábado, 18 de junio de 2011

Verás como estás, aun sin estar


Puede ser que vivas en Sidney.


Puede ser que trabajes para una multinacional trasnacional de redondos y sólidos beneficios.


Puede ser que creas que ya has pasado por todo, que todo está inventado; puede ser que te hayas creído algunas o todas las mentiras que nos contaron.


Es posible que tengas un pequeño negocio, o que trabajes para todos, en un servicio público. Puede ser que tu trabajo te estrese o lo mismo es el motor de tu vida.


Aunque es improbable, también es posible que no hayas oído hablar de que en España, la gente comenzó a moverse, cual reverberación islandesa, para agitar las conciencias y los estómagos de todos nuestros vecinos.

Las conciencias, esas que tenemos adormecidas pero decoradas profusamente con coloridas cápsulas de café, princesas del pueblo y de barrio, botas de oro y toneladas de drogas de todos los tipos.

Los estómagos, en donde tenemos que digerir las estructuras de un sistema que nos agota los cuerpos y los espíritus, tolerable únicamente gracias a las píldoras de satisfacciones inmediatas de las que nos alimentamos. No voy a mentir, no he visto en cifras la progresión de las afecciones estomacales en occidente en los últimos cincuenta años. Tampoco he visto la de los problemas y dolores de espalda, derivados de cargar con la roca de Sísifo a diario —una media de cuarenta horas semanales, con descansos vacacionales los más afortunados; y todavía escucho por ahí decir que ‘el trabajo es el trabajo, y la vida personal, otra cosa’. Será que sus células detienen los procesos de oxidación en horario laboral. A mí no me pasa— y constantemente con el mundo entero, sobre los hombros. La completa y esférica bola planetaria.


O podría ser que hubieras visto algo de lejos, de casualidad, a través de la televisión o al leer un periódico. Igual no te sientes afectado, o sigues pensando que tus prioridades son tus obligaciones diarias, que para qué, si tampoco van a pasar lista, y ya seremos muchos.


Existe la posibilidad de que estés en un lugar alejado de cualquier ánimo y contacto humano, como aquel español manifestándose solo en Siberia, o que te toque trabajar, o que simplemente necesites descansar.

Verás, no pasa nada, igual puedes estar. Sin ir, pero estar.


Lo que ocurre es que el movimiento 15M o como lo llames tú, que cada uno les ponemos nombres distintos a las cosas, no está únicamente en la calle, los domingos y las fechas señaladas; tampoco está solamente en la comisión de infraestructura o la de pensamiento, ni siquiera está en todos los que lo apoyan, de una u otra forma. Está en todos, hasta en el señor Botín. Dentro del señor Botín hay otro señor Botín más pequeñito —se me hace difícil ponerle diminutivos, sorry— desgastado de tanto luchar por salir, al que las decisiones complicadas (popular eufemismo que alude a cuando tenemos que elegir entre hacer lo correcto y dejar de recibir beneficios, o joder al prójimo con todo el dolor de nuestro corazón) le han aplacado el espíritu de lucha.


Que qué le vas a hacer, esas son tus circunstancias, pero no puedes ir.


Puedes, podrías, si quisieras, preguntarte honestamente si este modelo de vida es el que realmente deseas para tus hijos, nietos; para ti, ahora mismo.


Igual no lo sabes, pero las manifestaciones, las concentraciones, en realidad, son por y para los que vamos. Es sólo una forma de reconocernos en el otro y reconfortar así nuestro ajetreado estómago, de tomar aire y aliento para continuar con el esfuerzo de llevar vidas conscientes. Ven, mira cuán distintos somos y cómo nos guía el único propósito de mejorar, y vuelve a tu camino sintiendo cómo cada uno de tus pasos configura lo que eres y lo que serás.


Hoy, domingo 19 de junio, podrías estar trabajando, fuera del país o alejado de cualquier indicio de urbe; igual has firmado por las reformas de la ley electoral y la ley hipotecaria, igual no. Lo mismo llevas dos días de fiesta y el domingo te lo pasas durmiendo, qué voy a saber yo.


Pero de lo que estoy segura es de que en realidad no deseas vivir en una sociedad en la que prima la ambición sobre la honestidad, el valor monetario abstracto de un listado de empresas sobre el valor real de una persona, el enriquecimiento de cuatro familias a costa de cuatro millones, los intereses bancarios y corporativistas de los que obtienen beneficios directamente —y en progresión geométrica— de nuestro esfuerzo y salarios muy por encima de la sanidad y la educación que financian nuestros impuestos.


Aunque no sepas de qué va el pacto del euro, aunque tengas plan de jubilación, seguro médico y sigas creyendo que en la vida nada cambia; aunque no sólo no estés de acuerdo sino que incluso te pronuncies radicalmente en contra de los enunciados que se desprenden del movimiento y todos sus integrantes, no podrás dejar de sentir, al ver de reojo alguna imagen o al llegarte al oído alguna noticia, una chispa de empatía y un ápice de identificación.


La explicación es sencilla, y dolorosa para los que se sostienen sobre la tela de la araña financiera, sobre todo si la comprendemos los demás: no puedes evitar simpatizar con la señora que se planta ante un furgón de los mossoss, porque, aunque se empeñen en convencerte de que eres una máquina de producir, de consumir, o un número, dependiendo de cuál de los principales directores de escena que tenemos que sufrir te mire, no puedes escapar de tu condición humana: eres único, sí, y tus impulsos y emociones sostienen todas las casas en la rivera francesa que puedan pagar 2.000 millones de euros en una cuenta suiza.

Bueno, también hay otra explicación… tenemos la razón, y lo sabéis.



(Imagen tomada prestada, con gran agradecimiento, a Javier Albuisech, http://ink-love-music.blogspot.com/)

martes, 24 de mayo de 2011

jueves, 19 de mayo de 2011

Grandes Esperanzas, por fin


Si este blog se llama Grandes Esperanzas es, en una mínima parte por la obra de Dickens, en su mayoría por las grandes esperanzas que desde hace años he mantenido de que la voluntad humana sea mayor que la desidia global. Y estos días, todos los que en silencio e individualmente hemos sostenido esa secreta esperanza, la estamos viendo cumplida.

Cuánto tiempo llevamos en mi casa —en mi círculo, a mi alrededor— discutiendo acerca de la necesidad de un cambio real, un cambio individual, una involucración directa de la ética personal y la conciencia de cada uno. No se trata de que votemos al mismo partido, ni de que creamos en las mismas cosas. No se trata sólo de la corrupción, del bipartidismo, de la ley electoral o de la crisis hipotecaria. Tampoco es únicamente que el talento no llegue nunca arriba, porque sólo interesa que el incapaz gestione, no vaya a ser que el que sabe tenga un ramalazo de honestidad y arrastre a los cuatro que se alimentan de los cuarenta millones.

Se trata de caminar hacia una sociedad en la que nuestros hijos no encuentren justificable —y preferible a la alternativa de estudiar Comunicación Audiovisual— tener sexo ante unas cámaras para poder ganarse después la vida de contertulios en un programa de televisión. Una sociedad en la que el beneficio económico o el miedo a la indigencia no justifique cualquier medio, cualquier comportamiento. Detrás de los políticos que no gravan a las empresas ni a los millonarios, que permiten el rescate de la banca y la sangría al ciudadano de a pie, estamos TODOS. Todos los que nos plegamos a las normas de nuestro banco, que nos elimina las comisiones cuando cobramos tres mil euros pero nos pone mil más si estamos en paro, cobramos el día 10 y tenemos descubiertos; todos los que comprendemos que uno se gane la vida a costa de la explotación, de la enfermedad, de la especulación, del engaño, porque ‘aquí cada uno se tiene que buscar la vida como pueda’.


¿Por qué nos parece normal que nos pidan una licenciatura, un máster e idiomas para ejercer un puesto con 800 euros de sueldo y que, sin embargo, nuestro jefe de gobierno necesite un intérprete para hablar con otros dirigentes? ¿Por qué cuando acompañamos a un enfermo en un hospital y vemos que en la cafetería los precios son desorbitados decimos ‘es normal, se aprovechan porque no hay nada más alrededor’? ¿Es que hemos aceptado que la explotación de las miserias humanas es lo que mueve nuestro mundo?


La revolución ética debe partir del epicentro personal de cada uno. De la honestidad, de elaborar el propio camino paso a paso, intentando ser consecuente con las creencias personales. Y digo ‘intentando’, porque parto de que el ser humano es imperfecto y nunca logrará una utopía homogénea, ni siquiera en su propia vida. Las contradicciones nos construyen.


Me vais a disculpar todos si esto es lo único que puedo escribir —y si lo hago apresuradamente, y no demasiado bien— acerca de lo que ocurre a diez minutos de donde vivo; porque en realidad la conmoción nos ha golpeado a todos en el estómago. Tachadme de mema o de ilusa, pero si estas noches apoyo la cabeza en la almohada con un nudo en el estómago y los ojos a rebosar es por el orgullo y por la satisfacción (sí, sí, hago mías las palabras de Su Majestad, que son más mías que suyas, de tanto oírlas y tanto financiarlas) de ver materializados los ideales que mi padre y mi madre, a sabiendas unas veces, y otras sin intención, me inculcaron en mi infancia. Es por ellos que voy a Sol cada atardecer; por ellos y por todos aquellos que critican, que miran hacia otra parte, que están demasiado ocupados con sus vidas 'reales' para involucrarse en algo que consideran que no les afecta. Yo prefiero pensar que son estos últimos los ilusos, y no yo.

Pero eso sí, los demás no podemos permitir que el derrotismo nos paralice y bloquee. Lo que escucho, una y otra vez, en las afueras de Sol es el mismo argumento: ‘Pero ¿vosotros pensáis que se va a conseguir algo?’. Mirad, de momento, hemos conseguido un paso hacia el consenso: la mitad de España cree que es posible, y la otra está inoculada del virus del escepticismo, que sólo ayuda a la permanencia del status quo; el peor que hay, el que te hace enfermar de descrédito de tu propia voluntad humana, el que te convence de que tú no eres nadie, de que no puedes, de que siempre perderás. Los que vamos a Sol, y aquellos que permanecen día tras día, igual morimos sin llegar a nada, pero lo haremos de pie.

Dejadnos soñar, al menos; dejad que nuestro espíritu se alimente de la ilusión de ver a nuestro prójimo cada vez más cercano. Dejadnos creer que entre todos, podemos.

sábado, 7 de mayo de 2011

Cóctel Party de Verano Imaginario


¿Cómo es posible que aquella sea capaz de bajar una escalera de caracol con tacones de aguja y a esa velocidad? Aún me acuerdo de aquella vez que me enfrenté, descalza, a una escalera mucho menos retorcida sobre sí misma, descendiendo con pasos inseguros cada uno de los escalones, y un mínimo resbalón que pareció sólo una chispa de luz acabó con todas mis pretensiones de salir con dignidad de la casa de mi amante de la adolescencia. Tampoco fue tan grave.

Desde el hueco donde me encuentro, justo desde el ángulo provocado entre la encimera y el flanco izquierdo del frigorífico de diseño vanguardista que reina en la informal cocina office con isleta central y vajilla de phillip stark, se divisa casi todo el panorama coctelero. Una chica excesivamente maquillada y excesivamente delgada intenta acaparar con su conversación ametralleante a un fornido muchacho con flequillo y gafas oscuras. No parece lo más adecuado para ver con claridad. Tras observar detenidamente su figura, apoyada de cualquier forma en la pared, el mentón hundido, la chaqueta arrugada en su nuca y el labio inferior colgante, me pregunto si el muchacho no estará en realidad dormido.

Busco con la mirada a Cástor, mi binomio festivalero, cuando percibo que la música de Kevin Johansen flota a la altura de nuestras pantorrillas, acompañándonos como si de una neblina pantanosa se tratara. Con cada acorde de I’m gonna get down with my baby me dan ganas de levantar alternativamente cada rodilla. En realidad, me doy cuenta de que eso es precisamente lo que estoy haciendo. ¿Será la conquista final de mi cuerpo por los efluvios etílicos?

Intento centrarme en el análisis del contexto. Esta noche me siento espectadora.

Por el pasillo dos treintañeras de la mano, el rímel corrido y mezclado con el sudor, las risas escapándoseles por las comisuras, se apresuran a trompicones con dirección al baño. Otras dos, hermosas y pletóricas en su intoxicación, comparten sillón, cigarro y divertidas confidencias junto al balcón abierto. Al otro lado, de pie, parece que uno de los invitados ha desafiado a otro poniendo a prueba sus conocimientos quién sabe acerca de qué y ambos compiten por encontrar la respuesta gracias a la tecnología 3G que sostienen en sus manos. Qué sería de nosotros sin los avances de la ciencia.

Mi atención se desvía hacia la entrada, hacia donde apuntan mis rodillas. Se ha formado cierto alboroto de bienvenida, vuelan besos y chaquetas, se abren caderas y brazos como cálidas acogidas. Han llegado los que parecen ser invitados de última hora.

Y de repente lo veo venir hacia mí. Acaba de cruzar el quicio de la puerta, blanca y enmarcada en negro, y se detiene a saludar al anfitrión de borsalino burdeos y camisa abierta. Atraviesa un pasillo de saludos y ofertas espirituosas, su barbilla dirigida a mi posición, y no se parece a nadie y me mira como nunca me han mirado. Esto no es una cualidad extraordinaria; en realidad sería menos común encontrar a alguien que me mirara exactamente igual a como lo ha hecho cualquier otro, antes. Mientras conversa con los que obstaculizan su camino sin apartar sus ojos de mí, me giro para servirme otra copa de cava. Casi no puedo mantener el equilibrio, hoy me he levantado sedienta y llevo toda la noche dando largos tragos a lo que sea que caiga entre mis manos, pero ahueco dignamente las mejillas, echo los hombros hacia atrás y procuro concentrarme para no derramar el líquido burbujeante fuera de la estrecha copa.

Aunque queda fuera de mi ángulo de visión, puedo sentir cómo el recién llegado se aproxima, sorteando conocidos y abandonando conversaciones a medio iniciar, en el aire. De reojo veo la punta de su nariz, redondeada, perpendicular a una mirada afilada y oblicua, nebulosa y densa como el café de Colombia. Y me imagino que su voz sonará a príncipe troyano y a partidos de frontón en las tardes de agosto. Me imagino que cuando llegue hasta mis dominios —es extraño, pero no queda nadie en el espacio delimitado por electrodomésticos; hace un momento estaba a rebosar de gente picando hielo— se acodará en la isleta frente a mí y me espetará algo divertido o sin sustancia, como ‘mira que me ha costado llegar’ o ‘no te he visto nunca en las fiestas de Arturo, ¿con quién has venido?’.

Pero la entrada tendrá poca importancia, pues yo ya habré sentido su olor y visto de cerca sus manos. Unas manos angulosas de dedos nítidos y contundentes, de extensas palmas y nudillos fuertes. Y esas manos, unidas a su aroma a algodón recién planchado y a calma sobre la almohada me llevarán a contestar con naturalidad y una sonrisa complaciente, a llevarle la corriente por muy desatinadas que sean sus observaciones o muy malos que sean sus chistes, a asentir con la cabeza y a aceptar cada una de sus propuestas.

Mientras especulo con improvisadas piezas del futuro próximo, limpio los restos de cava de la encimera, arqueando la espalda para alcanzar el rollo de papel secante en una sutil maniobra de estiramiento del sacro, antes conocida como ‘poner el culo en pompa’, y tengo la seguridad de que uno de los dos despertará en la cama del otro. Amanecerá, abriré los ojos y veré los suyos, de perfil, mirando hacia el techo. Preguntándose quién sabe qué.

Tengo la certeza de que así será, tarde o temprano, quizá esta noche o mañana o el mes próximo, pero así es como ocurrirá. Hasta que ocurra, el tiempo entre los dos se arremolinará con aroma de corteza de limón y hojas secas de verano intenso, mis palabras se atropellarán con las suyas, nos dolerán las comisuras de disimular sonrisas y los ojos de ver más allá de lo que se encuentra en el espectro visible definido por la física.

Hasta que despierte una mañana y vea sus ojos abiertos, fijos en el techo, y me pregunte qué es lo que se le cruza por la mente, por ese conglomerado de emociones y retratos que desconozco del todo, aunque por momentos tuviera la sensación de vislumbrar. Todo será inevitable, y refrescante y original y con olor a nuevo, todo peaches and cream como dicen los yankies, hasta el momento en que esa dulce sucesión de convergencias comience a trastocarse y el vértigo de los evidentes kilómetros que separan nuestros mundos se haga palpable.
Será entonces cuando se inaugure el desfile de desencuentros y malentendidos, bien pequeños al principio, estructurando una simple melodía, enormes como desiertos transcurrido un tiempo, componiendo toda una sinfonía que no deje lugar a nada más.
Un abrir de párpados y una verdad revelada serán las señales de salida de esa carrera en la que uno de los dos, si no ambos, se perderá el pulso a sí mismo. Y alcanzaremos la meta y al mirarnos de nuevo no nos reconoceremos, sabremos entonces menos el uno del otro que lo que creemos saber esta noche, en este momento, en el que ni siquiera sabemos nuestros nombres.

Tengo la tapa del cubo de basura metálico en la mano, y estoy dispuesta a tirar el gurruño de papel de cocina húmedo, cuando escucho por primera vez su voz, cuyo timbre anuncia promesas de regresiones infantiles por doquier, y es totalmente distinta a como imaginé que sería.

—¿Estás segura de que eso va ahí? ¿No se recicla en esta fiesta?

—¿Eres de Greenpeace? ¿O trabajas para el ayuntamiento? —Imposible detenerme. Mi resorte conversacional es más fuerte que yo. Voy a tener que huir, así que aprovecho los segundos que se toma, mientras ríe y gana tiempo para pensar en una réplica ingeniosa, y atajo:

—Discúlpame, necesito ir al baño.

Y aunque pronuncio las palabras mientras me alejo de él con decisión, aún me da tiempo a escucharle decir:

—Vuelve pronto, ya te echo en falta.

Es en ese instante cuando se detiene el tiempo y todo se congela a mi alrededor, y, en una suerte de mitosis metafórica me divido en dos: una yo invisible que se convierte desde dentro en piedra, pómez afortunadamente, y otra yo, perceptible para todo el mundo, que respira hondo y, además de agarrar con determinación a mi pequeña y ligera figura gemela de caliza porosa por su transparente cintura, toma el bolso y el chal y escribe un mensaje de texto a Cástor en el taxi, camino de casa: ‘Siento mi despedida a la francesa. Me vi envuelta en una pasión decimonónica, de esas que no se ajustan a los patrones de nuestra sociedad global, y no lo pude soportar. Necesitaré unas horas de sueño para reponerme. Nos vemos mañana en el aperitivo? Besos, Casandra.’

domingo, 10 de abril de 2011

Tarde sin sentido


Veo y escucho, en el episodio sexto de la segunda temporada de The Wire, a un personaje de ficción, Omar —un honorable ladrón de traficantes, homosexual y con carisma—, responder al abogado defensor, que intenta desvirtuar su testimonio:


—Usted es amoral, se alimenta de la violencia y la desesperación del comercio de las drogas; roba a los que a su vez roban la vitalidad de esta ciudad. Es usted un parásito que se aprovecha…


—Exactamente igual que usted. Yo tengo mi pistola, usted tiene su maletín. Pero todo forma parte del mismo juego.


En otro momento, otro día, podría haber encontrado un motivo de comunión con la especie humana en este gesto, en estas breves líneas de un guión que alguien totalmente ajeno a mí, con quien probablemente no me encuentre en toda mi vida, escribió un día.

Sin embargo, hay tardes en las que una no tiene ganas de levantarse y sonreír como enconado y persistente método de rebelión pasiva ante la impotencia que habría de comérsela a una por dentro.


Que el mundo funciona como un extraño mecanismo marítimo —la mierda flota y se encuentra en mayor cantidad cuanto más subes—, que los dictados de los mercados pesan más que las vidas humanas, que los incapaces se rodean de sus semejantes y expulsan a aquellos que podrían hacer evidente la diferencia —sin plantearse las repercusiones de sus acciones, que el esfuerzo de reflexionar es imposible de asumir en ciertos casos—, que las mayores empresas del mundo se nutren del sufrimiento ajeno, que la totalidad del engranaje social está destinada a vender falacias y recolectar productividad ajena para que cuatro puedan derrochar recursos mientras cuatro millones se mueren de hambre… Todo eso lo llevabas bien. Cada día te levantas, te alimentas y te untas de hidratante nutritiva, y disfrutas de tus cosas mientras tarareas una canción. Y en tu mundo nada ni nadie puede penetrar, el brazo más largo no puede alcanzarte.


Pagas tus facturas, para lo cual manejas siete bolas en el aire en un circo de tres pistas, ves cómo los más débiles se desmoronan ante un billete y cómo la realidad que te rodea es únicamente una gran y reluciente fachada con avanzadas pantallas líquidas sensibles a la temperatura ambiente. Todos compran enormes cajas de lujoso envoltorio, con brillantes colores y atractivas texturas, cuyo contenido, de existir, no tendría gran importancia para ellos.


Y llegas a casa, y limpias el polvo del salón, y planchas la ropa y haces la comida; y te pintas las uñas de los pies, y le echas suavizante a la colada para ver si el olor y el calor de hogar te calma el espíritu desgastado mientras duermes. Sonríes y paladeas hasta lo más mínimo —esa brisa matutina con aroma de almendros— porque prefieres morir de pie, y no encuentras nada más parecido a doblegarse que dejarte caer el espíritu ante el ‘las cosas siempre han sido así y siempre seguirán siéndolo’ que tu madre —o aquella que habían inoculado dentro de tu madre, desde la infancia— te repetía una y otra vez cuando tenías quince años.


Pero un mediodía descubres que el dolor es aleatorio, que de entre todos los seres a los que puede golpear, también elige a los inocentes, que no existe un porqué cuando se trata de infortunios. Y aunque las consecuencias reales del caso concreto no se vayan a derramar sobre ti o tu alrededor inmediato, de repente te ves obligada a encarar que, al menos en el espacio y profundidad que da una única vida humana, nadie puede percibir una brizna de justicia divina, el equilibrio que suponías que gobernaba los flujos energéticos no existe, y nada tiene sentido.


De repente, una tarde, la pasas escuchando a Mahler con su Ich bin der Welt abhanden gekommen, y de verdad te parece, no ya que no seas capaz de seguir el compás del mundo, sino que no te apetece seguirlo.

Aunque seas consciente de que por la mañana volverás a bailar a su ritmo.

viernes, 1 de abril de 2011

El dilema de las bolitas o el azar, que gobierna nuestras vidas



El increíble y eterno dilema de las bolitas: todas son iguales. Pequeñas bolitas, gránulos, como diminutas bolas de adivinas o como infinitesimales satélites terrestres o como gigantescas partículas de cloruro sódico. Las bolitas blancas tienen el mismo aspecto, todas; todas tienen el mismo tamaño y reflejan la luz exactamente en el mismo porcentaje, vengan del frasco que vengan. No existe diferencia alguna, a simple vista, entre un gránulo de Nux Vomica, uno de Mercurius Corrosivus o uno de Oscilococcinum a la 9CH.

A veces imagino el desastre que resultaría de que, por una desafortunada y extraña circunstancia, todos los viales repletos de esféricos corpúsculos aumentados se abrieran y derramaran, todos a una, su contenido por los suelos de una farmacia cualquiera. No habría manera de identificar a qué vial pertenece cada granulito, entre la hipotética mancha de confeti neutral, inodoro y con idéntico sabor a azucarillo. Un Lichtenstein en blanco; la náusea de Sartre y todo el extrañamiento junto de Kafka y Camus, esculpidos a un solo golpe de vista. Quizá para evitarlo concibieron el complejo mecanismo que encierra las bolitas blancas y las dispensa de una en una con bastante dificultad, la mayoría de las veces. Porque si salieran así, fácilmente, todos los días ocurriría un desastre, en algún lugar.
Todos los días en cualquier lugar del mundo, por seguro, se abriría una cierta cantidad de viales desparramando gránulos idénticos por todas partes y habría que tirarlos todos a la basura, y volver a hacer el pedido de toda la mercancía, cualquiera que fuera su cuantía, la causa del desastre y el valor de las consecuencias.
Aun así —está bien, asumo que tampoco es para tanto— supongo que la mayoría de las veces no habría bajas ni heridos ni nada por el estilo, si desestimamos la seguramente insignificante probabilidad de que confluyan desgraciadas circunstancias en un cúmulo de despropósitos; a saber: que la farmacéutica, además de estrenar tacones de aguja metálicos, haga gala no sólo de una torpeza aguda y peculiar, sino además de una fragilidad física desconcertante acompañada de una dosis elevada de mala suerte habitual, y que lo delgado de su punto de apoyo junto con su ligereza de peso provoquen que resbale con una perlita de increíble dureza y, al caer, mal, se rompa la crisma. Ahora mismo no sabría calcular el porcentaje de probabilidad de que eso ocurriera, pero me da que debe de ser bajísimo. Así que tampoco sería el fin del mundo para la casi totalidad de los implicados.
Cuando hablaba de desastre trataba de darle cierta magnitud poética, no pretendía equiparar el supuesto desperdicio siquiera de un palé de cajas de tubos de gránulos de medicina homeopática a una catástrofe natural.
De cualquier forma, al final cada uno le da la forma que más le gusta a lo que percibe, así que no sé para qué me enredo en explicaciones.

El caso es que ahí están, los dos tubos, azul y malva. —Me gusta el adjetivo ‘malva’, por sinestésico y por evocador de las provocativas sombras de Mari Trini en los televisores a todo color de los ochenta.

Dos pequeños tubos, del mismo tamaño y forma, que se distinguen por el color y por las letras que rezan sus etiquetas, formalmente idénticas. Y tú hace como una hora larga que te tomaste tres gránulos —tres— mientras veías el final del décimo episodio de la primera temporada de The Wire, cuyo visionado comenzaste tumbada y fue paulatinamente tensándote cada músculo del cuerpo para terminar contigo sentada en la cama y encogida ante la pantalla de tu portátil. Una postura totalmente antinatural y angustiosa de ver, cuanto más de sentir. Pues tres gránulos, tres, que pusiste bajo tu lengua hace ni se sabe cuántos minutos en realidad —porque aunque el contador del vídeo diga que la escena transcurre en cinco minutos de mi vida, no tengo la sensación de haber consumido tan poco tiempo, que dicen además que es relativo—, y entonces dispararon a Kima y no la encontraban entre tanto callejón, que ni ella sabía exactamente dónde estaba, y transcurrieron horas, pareciera, y entonces fundido en negro y los acordes de Way Down in the Hole

Y vuelvo a mirar a la mesita de noche, con la lámpara, los libros, el tabaco, arena de la playa de Goa en un precioso tarro de cristal azul que me trajeron Libertad y Rubén; gomas del pelo; crema de manos… y dos tubitos de diferente color y diferente nombre. Pero cuyo contenido es imposible de distinguir, y es imposible también recordar de cuál de los dos envases salieron aquellos tres granulitos. —¿Cuál me tendría que tomar ahora? La cuestión me asedia: no me deja vivir—.

Intento evocar la imagen del tapón. Algo debería haber conservado mi retina, de alguna manera esa captura visual, que es en esencia tan solo información transmitida a golpe de impulso nervioso, tiene que estar ahí, registrada en alguna parte de mi memoria: un tapón, sobre el blanco de la cubierta de La cartuja de Parma, un tapón… Me retrotraigo e intento revivir en imágenes la secuencia de los hechos, rebobinar mentalmente y reproducir de memoria las impresiones visuales que debieron producirse en el momento de coger el tubito y hacer que cayeran bolitas de él.

Como si fuera un Terminator T-800 modelo Cyber Dyne 101.

Me doy cuenta de que tengo que dejar de ver Blade Runner o terminaré creyéndome capaz de apuntar a un rincón del escritorio con mi visión de algoritmos milagrosos y diferenciar con claridad los mitocondrios del resto de elementos de una célula del tejido ocular de un ácaro —¿tendrán ojos los ácaros?— que forme la millonésima parte de una mota de polvo depositada allí.

Y pruebo a pensar en otra cosa, como si también fuera posible distraerme yo misma de mí, y dejar de mirar hacia donde aguardan los dos tubos azul y malva, tumbados y casi simétricos en sus posturas opuestas, que parecen por un momento entonar por lo bajo aquella infame —pero pegadiza— canción de Sandro Giacobe, El jardín prohibido, con la que nada más escuchar el estribillo te entran ganas de lanzarle una patada voladora al pavo antes de soltarle un ‘lo siento mucho, la vida es así: no la he inventado yo’.
Ellos, los tubos, como si nada y yo pruebo a apartar la vista y volver a mirar de repente a ver si el impacto pudiera confundir a mi memoria visual y conseguir así que se le colara en el presente un fotograma de recuerdo en el que pueda distinguir el color del tapón del tubito que abrí justo antes del final del décimo episodio de la primera temporada de The Wire.

Porque si supiera de qué color era ese tapón, y por consiguiente de qué color era ese tubito, sabría también de qué sustancia con nombre en latín me he metido un chute, y sabría por tanto de qué envase debería extraer otras tres bolitas para poner bajo mi lengua y podría, por una vez, no dejar mi equilibrio químico en las manos de la hipotética e imposible tanto de corroborar como de refutar ‘ley de la compensación de los sucesos aleatorios y por azar’ —enunciada por mí misma, y que en realidad no me termino de creer—.

jueves, 24 de marzo de 2011

I Love You, Jimmy Darmody


Siempre me enamoro de personajes de ficción; supongo que ése es el precio que una paga por aprender a leer entre las líneas del mundo demasiado pronto. Los libros tienen la culpa; el nitrato de plata y las butacas incómodas con olor a maíz caliente; el vídeo beta y Rocky y Siete novias para siete hermanos; los largos viajes de noche en los que adivinabas las ondas producidas en la superficie de la luna, miles de kilómetros lejos de ti —Mira. Mira… Me sigue, adonde vaya—. La culpa es del chachachá, las parcas hilan el tejido que vestirá tu piel mucho antes de tu nacimiento, no soy yo, que son mis circunstancias.

El caso es que Jimmy Darmody me recordaba demasiado a Di Caprio, tan blandito y con cara de niña, para mí. Su tez pálida, sus ojos claros, ese mentón femenino y la boca caprichosa; no, nunca me habría fijado en él.

Pero Jimmy camina despacio y arrastrando una pierna, que sus heridas de guerra no le permiten hacerlo de otra forma. Lleva los hombros encogidos tal que un Sísifo mortal cuya carga se siente al verle levantar la mirada. Casi nunca sonríe y tiene la parsimonia del que sufre el síndrome de Casandra y aguarda con paciencia lo que el destino le depara. Acepta los agravios con una mirada sostenida y un parpadeo como única respuesta, la cabeza ladeada, los labios serenos.

No es un iletrado cualquiera, Jimmy, ¿sabes? Princeton, nada menos. Lo cambió, eso sí, por la batalla de Verdún, en el frente del Marne, el más cruel que jamás haya existido. Cinco minutos en una trinchera —le dice, la voz un susurro, a la madre de su hijo acerca de sus cuadros— y olvidas que en el mundo hay lugar para la belleza.

Cuando Jimmy mira, puedes apreciar que ve más que tú y que cualquiera. Ve cuanto es y cuanto él quiere que sea. Vislumbra el final del camino y orquesta la melodía con una habilidad serena. Si desea algo alarga la mano y lo hace suyo, extrayendo su esencia con movimientos drásticos y de fuerza contenida. Sí, arrastra la pierna, pero sus pasos son certeros.

Jimmy ha vivido la peor guerra de todas, la primera, y por eso se adivina la tormenta concentrada que le agarrota los trapecios. Pero saborea las sílabas cuando acaricia a su amada Pearl, la prostituta que recibió en su nombre el navajazo que le rasgó la belleza.

En su infinito conocimiento y poder, Jimmy administra justicia; la suya, la que sabe que es la única que existe. Y como es propio de un héroe de los años veinte, responde con templanza al desafío del desesperado. ¿Qué vas a hacer? ¿Dispararme para fanfarronear? Espeta de rodillas un desventurado heredero del apellido D’Allesio, con nombre de papa.

No iba a hacerlo, pero acabas de darme una idea, le concede Jimmy de pie y con calma, antes de entregarle un limpio balazo en la frente.

Jimmy contiene y representa el dolor de vivir amoldando sus circunstancias para convertirlas en posibilidades. Comprende la debilidad y se aleja de ella, porque en él no tiene cabida. Arranca la vida de quien lo merece —porque es así, sin duda, si él así lo considera— pero protege con intensidad y ternura a su madre, a su mujer, a su amante prostituta. Hay un juicio para todas ellas bajo el lacio y rubio cabello engominado, tras la mirada intensa, clara y ojerosa. Pero de entre sus parsimoniosos labios nunca se desliza un reproche siquiera encerrado entre los sonidos huecos.

Yo amo a Jimmy porque es perfecto, desgrana su mortalidad a cada instante y en un exceso de confianza a veces sonríe hincando una sola de sus comisuras carnosas. Y aunque sé que nunca existen razones lógicas para enamorarse, menos de un personaje de ficción, cada vez que lo veo detenerse e inclinar la mirada, balanceándose entre uno y otro pie, me digo a mí misma consciente de lo absurdo de mi sustento: ¿Qué otra cosa podría haber hecho?