jueves, 13 de enero de 2011

Sarah y la responsabilidad


Vivimos en un planeta que gira a velocidad vertiginosa, y lo que es noticia ahora no lo será dentro de un instante. La información nos golpea, nos inunda, nos desborda, y, así, no somos capaces de dedicar más de un par de minutos a la conmiseración humana, suerte de esfuerzo de empatía, por ponerse en el lugar del otro. Como resultado, la realidad que percibimos es recortada, iluminada, sazonada al gusto; un collage de sensaciones y opiniones a medio reflexionar que rara vez nos permite obtener una certera visión de conjunto.


Hace un par de días un veinteañero armado con mirada de visionario desquiciado disparó a una congresista demócrata que figuraba, con una diana junto a su nombre, en la lista de ‘enemigos’ de los valores conservadores —retrógrados y limitados, para algunos entre los que me cuento— del llamado ‘Tea Party’, con Sarah Palin a la cabeza.


Yo he debido de estar equivocada durante la mayor parte de mi existencia, creyendo que cualquier ser humano es responsable de su vida y de sus actos, y que, más allá del propio camino de cada uno, un político acepta la responsabilidad de condensar, moldear y guiar las voces de sus electores, además de defender con su discurso los principios que cree justos y necesarios para conducir una comunidad, aquella a la que representa. Un político debería hacerse responsable de aquellos ideales que defiende, y la persona que habita el cuerpo, a la que suponemos cargada de debilidades y capaz de equivocarse como el resto de los mortales, debiera por ende asumir las consecuencias de sus actos, y las derivaciones, por espeluznantes que sean, de sus errores.


Sarah, tienes nombre de princesa hebrea, ¿lo sabías? Así se llamaba la única mujer que, según la tradición rabínica, se comunicó con dios, y que albergaba un alma tan generosa que, al no poder concebir, animó a su esposo Abraham a procrear con su esclava.


Tu voz llega a medio mundo. A cada uno de nosotros, nos llega tu mensaje estemos de acuerdo con él o no. Los educados en los principios democráticos, creemos en la necesidad de salvaguardar tu derecho a defender tus opiniones y a inculcar en todo aquel que se identifique con ellas las líneas de acción y comportamiento que consideres mejores para crear ciudadanos responsables que conformen la sociedad ideal que soñáis.


Y, en el desempeño de tu labor política, la comunicación es la principal herramienta y cada gesto importa; estoy convencida de que esta última frase en ti se ha convertido en certeza, de tanto escucharla de tus asesores de imagen. La sonrisa amplia, la mirada afilada, los zapatos limpios y las manos relajadas. Ahora no puedes decirnos que el hecho de señalar a una persona como culpable, colocar un punto de mira junto a su nombre y apellidos, etiquetar su imagen públicamente con el mismo término que se utiliza para designar en combate a aquel que el soldado debe matar, no tiene relación alguna con el comportamiento individual de uno de tus seguidores, por muy desconectado de la realidad que esté. Si eres responsable de cada voto que lleva tu nombre, también lo eres del mensaje que haces llegar a cada votante.

¿No recoge tu sistema judicial la figura del instigador? ¿No es igual de asesino el que aprieta el gatillo que quien le convence o seduce para que lo haga?


Esta noche, Sarah, tras leer tus palabras, me doy cuenta de la vigencia de aquel viejo y desgastado libro que tanto defendéis algunos; de la vigencia, sobre todo, de sus personajes. Y para encarnar la actualidad de la Biblia, tras cientos y cientos de años, tú te lavas las manos en una pila de agua sucia. Sucia y oscura como tu alma, Sarah, que probablemente descansa ciega, incapaz de reconocer que va desnuda y que ninguno percibimos tu traje nuevo de emperatriz.


Es posible que a pocos importe, y es bastante probable que tu ángulo de visión no abarque los claroscuros que recorto y pego en mi mural personal, pero, en lo que a mi collage de reconstrucción de los últimos hechos del mundo se refiere, hace más de un año apuntaste, y hace casi seis días acabaste con la vida de seis personas que pensaban de manera distinta a ti. Y yo no sé cuál entenderás tú que es la misión de la carrera de un político, pero soy incapaz de ver en qué modo tu mensaje ha hecho de éste que compartimos un lugar mejor.


http://www.elpais.com/articulo/internacional/Sarah/Palin/recurre/antisemitismo/replicar/quienes/vinculan/tiroteo/Tucson/elpepuintusa/20110112elpepuint_12/Tes

domingo, 9 de enero de 2011

Reflexiones Sueltas I


Hace un mes o dos, que ya no tengo conciencia del tiempo, me encontraba en una tienda de muebles acompañando a la increíble Rosalía mientras ultimaba los detalles de la compra de su sofá 'de las comidas', prodigio de comodidad que aún no he tenido la oportunidad de probar en su ubicación de destino. Nos atendía un afable y bienhumorado señor con el que mantuvimos un gracioso intercambio de impresiones acerca de cuestiones triviales, hasta que, una vez sentados y con las decisiones tomadas, comenzamos a hablar de una cuestión ineludible en estos días: la crisis económica. Los tiempos de entrega de los muebles se habían duplicado, no tanto por la elevación del número de peticiones como por las sucesivas reducciones de plantillas.
Y es que todos conocemos la tendencia que de repente han tomado la mayoría de las empresas de utilizar menos personal para realizar las mismas tareas, recortando costes y calidad, en el producto y en el servicio.

En un momento dado, se comentó el caso de una firma de muebles de reconocido prestigio, con más de sesenta años de historia a sus espaldas, que había entrado en suspensión de pagos en el último año. Como a veces sufro el irrefrenable impulso de convertir las conversaciones cargadas de seriedad en un chiste, no pudo suceder de otra manera y, al escuchar la afirmación del simpático dependiente, le espeté:

—¿Sesenta años de historia y entran en suspensión de pagos este último año? No me digas más: hace un par de años que murieron los propietarios originales y se hizo cargo la nueva generación, la mía, que somos todos unos listos, cambiaron el modelo de negocio, sacaron la producción a China para abaratar costes y ahora son incapaces de salir del bosque en el que se han metido.

Aquel señor tan agradable y risueño me dio la razón, y desde entonces no he dejado de encontrar ejemplos de los desastres económicos provocados por el cambio generacional en la dirección de los conglomerados empresariales. Empresas ñoñas de decoración del barrio de Salamanca, grupos editoriales y de comunicación, panaderías e incluso algún que otro establecimiento hostelero —lo que comúnmente llamaríamos 'garitos'—, por extraño que pueda parecer.

Nos han alimentado el ego desde pequeños, a golpe de barbies y barcos piratas de playmobil primero, de nintendos y playstations algo más tarde. Nos repitieron hasta la saciedad que si nos sacábamos una carrera —a ser posible algo de economía o una ingeniería, si no teníamos vocación de cirujanos o dentistas— nuestra vida transcurriría ajena a cualquier preocupación más allá de si nuestra cocina estaba al tanto de los últimos avances en domótica o nuestro BMW era más potente que el del vecino. Lo que realmente importaba era poseer un título, un papel que certificara que éramos merecedores de eso y de más, sin necesidad de prueba empírica o esfuerzo por nuestra parte.

Pero lo peor de todo es que nos grabamos esta escala de valores a fuego, y después de tantos años asistiendo a clase, después de tantas horas de lectura y análisis de textos, la mayoría de nosotros, aun a pesar de poder colgar de la pared un bonito diploma firmado por el rey, no ha transitado por esta experiencia más que como por una vaga ensoñación en la que, a la manera de un sonámbulo, uno repite textos o fórmulas y vomita disecciones de conceptos a la vez que copia y reproduce las actitudes que se identifican como propias del papel estudiantil.

Nos hemos criado en el mundo de las formas, donde el que más grita es el que tiene más razón, donde el adulto es el que pone gesto de impaciencia y tiene mucha prisa; un universo en el que las apariencias han devorado casi hasta los huesos la carne de las verdaderas cualidades, porque no importa tanto ser bueno en lo que haces, como que los demás lo crean.

Y de tanto vestirse de seda, a la mona se le ha olvidado mirarse en el espejo.

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Cuando estudiaba periodismo, allá por mi segundo primero de carrera, salía con un chico al que, de vez en cuando, le daba por venir a buscarme a la salida de clase.

Al principio me esperaba dentro de la estación de metro, más allá de los tornos, para ahorrarse el billete —para ser sincera, debo admitir que la que ahorraba era yo—. Más tarde, cogió la costumbre de acercarse hasta la puerta de mi facultad y, en cuanto me alcanzaba, me dispensaba de la pesada carpeta y los libros que llevara para cargarlos él. Estos arrebatos de caballerosidad no me sorprendieron hasta que comencé a vislumbrar otras sospechosas actitudes.

De repente, me esperaba en la parada del autobús con un libro que parecía leer. Digo parecía porque alguna vez llegué a divisar desde la ventanilla la cubierta al revés de La casa de los espíritus, y para corroborar mi hipótesis estaba el hecho de que no hubiera traspasado la novena página tras meses de repetirse la escena. Ni que decir tiene que cada vez que le preguntaba su opinión acerca de la trama de la novela, invariablemente cambiaba de conversación, llegando a generar algún tenso enfrentamiento a tenor de cualquiera otra cosa, si es que yo persistía en mis indagaciones.

Lo que terminó de convencerme de que algo raro pasaba fue el día en que apareció con unas bonitas gafas de montura al aire y el eterno libro de la Allende bajo el brazo, en las escaleras del hall del edificio donde yo estudiaba.

—¿Te has puesto gafas? Pero si tienes la vista de un halcón, siempre lo has dicho…
—Ya. Son sin graduación. No voy a venir a buscarte y que todo el mundo se dé cuenta de que me quedé en octavo de EGB. ¿Me quedan bien?
—Sí —respondí inmediatamente, y le besé con ternura, porque a mí siempre me han enternecido las debilidades masculinas—. Cualquiera diría que eres un intelectual. Anda, vamos a cenar al McDonalds.

(...)

viernes, 7 de enero de 2011

Bocados del mundo deshabitado


La cuestión es la siguiente: que no estés no quiere realmente decir que no estás.

Voy descendiendo por escaleras de caracol agarrada a la barandilla y descalza, no sea que la suela de unos eventuales zapatos me impidan sentir dónde termina cada escalón.

Y escalo por las inclinadas laderas de elevadas dunas, casi sin avanzar, que cada paso me entierra las piernas en la arena, hasta las pantorrillas.

La luz sigue siendo blanquecina y empiezo a intuir que estoy rodeada de seres invisibles que me sirven el café entre libros, exprimen las naranjas de mi zumo y sintonizan el jazz de Sarah Vaughan en la emisora de la mañana.

Las voces que me acompañan y elevan mi espíritu —creyendo en mí— no consiguen crear con nitidez los límites visibles de sus perfiles. El eco hace carambola zigzagueando entre mi estómago y mis caderas, y yo miro sin ver y hasta en las paredes blancas se refleja tu mirada, cual milagro inglés y amarillo.

Porque la cuestión es la siguiente: una cosa es que no estés y otra muy distinta es pretenderlo.

lunes, 3 de enero de 2011

Carta a los Reyes Magos de Oriente, quienes quiera que sean


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Queridos Reyes Magos…


Antes de pedir nada, creo que debo sincerarme con vosotros. En realidad yo no soy católica. No creo en dios todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, que nos envió a su hijo como emisario, futuro salvador de la Humanidad. Fundamentalmente, si hay algo que me niego a creer por encima de todo, es en el hecho básico para la existencia de la liturgia cristiana de que un hombre sufrió y murió por redimir los ‘pecados’ del resto.

Fíjate que estaría dispuesta a aceptar que un señor hace dos mil años y pico caminó sobre las aguas, que multiplicó los panes y los peces; hasta que nació en un pesebre con una vaca y un buey y que una estrella os guió hasta él para llevarle oro, incienso y mirra. Pero culpabilizar al ser humano por haber nacido bajo el signo de su propia naturaleza me parece la peor, la más perversa y dañina por su extensión en el espacio y el tiempo, de las mentiras ideadas por el hombre.

Aquel ser clarividente que era Platón ya lo enunció varias veces con su mito de las cavernas y con lo que llamó ‘anamnesis’; los sufíes cuentan que la marca en la mitad de nuestro labio superior, bajo la nariz, obedece a la presión ejercida por el dedo de un ángel que, al posarse sobre los labios del recién concebido, borra todo rastro del conocimiento del mundo que su alma —tan antigua como el mundo— guarda. Así que no diré que creo, diré que sé que el hombre aún no está preparado para usar su libre albedrío sin un tutor de sus pasos. Lo sé porque leo los periódicos, no sólo porque haya heredado el conocimiento milenario de mis ancestros los trilobites.

Tras siglos de conquista de las libertades y los derechos humanos, con la lucha obrera, la batalla por la igualdad y el sufragio universal… Casi doscientos veintidós años después de la Revolución Francesa y sus ideales fraternales, continuamos estancados y sin evolucionar en este aspecto. Y, en mi opinión, gran parte de la responsabilidad de este estancamiento recae en la perniciosa idea de que existe un ser superior que conoce el límite exacto entre el bien y el mal y además pretende que los ciegos que poblamos la Tierra cumplamos a rajatabla con sus designios.

El hombre progresa a pasos agigantados. En 1969, todos pusimos un pie en la Luna. Incluso yo, que no había nacido; si una jartá de gente asegura que mis pecados a día de hoy fueron la causa de la tortura de una persona hace dos mil años, entonces también bajé del Apolo XI con Armstrong un feliz día del Carmen. Cuando yo era pequeña, era impensable que alguien pudiera comunicarse en tiempo real con una persona que estuviera al otro lado del Atlántico o del Pacífico, sin hacer uso del teléfono. Tampoco era siquiera imaginable que alguien recibiera un transplante de rostro, que un frigorífico hiciera la compra o que se pudiera detener a un asesino por haber dejado restos de su piel bajo las uñas de su víctima. Una retahíla de descubrimientos y avances científicos, en todos los campos, resultan la marca del tiempo del hombre del siglo XX; y tiene pinta de que siga siendo así para el del siglo XXI. Nuestra vida cotidiana está repleta de hechos que se les aparecerían insondables y misteriosos a nuestros abuelos, hace cincuenta años.

Pero el ser humano, por dentro, sigue conteniendo la misma semilla de Caín y Lady Macbeth, de Medea y Giges, de Narciso y Kali. Aunque también sé que, exactamente en la misma medida, de alguna manera, aunque el equilibrio se halle rara vez en una misma unidad corpórea, en el universo se puede encontrar idéntica cantidad de átomos pertenecientes a Antígona, Prometeo, Hamlet e incluso el príncipe Siddharta.

A esos átomos que os conforman, apelo. Si existís, que lo hacéis, visto así, es porque millones de pensamientos, durante miles de años, os han dado entidad y sustancia con cada latido acelerado que cada sombra en la noche de un cinco de enero provocaba dentro de un niño emocionado y curioso. Mis padres susurrando en el salón, con la puerta del pasillo cerrada, el entrechocar de sus copas y el rumor de paquetes y lazos, os crearon, para mí. Y antes, muchísimos décadas y lustros y siglos antes, miles de bocas con sus lenguas y laringes y tráqueas, incluso dedos, piel y sangre de corderos, contribuyeron a moldear vuestras siluetas, regalos y atuendos.

De la misma manera en que cada grano de arena forma una duna, y cada duna un desierto; igual que cada gota de lluvia resbala por cada continente hasta integrarse con cada océano, os hemos construido utilizando los materiales más nobles: las mejores intenciones y los mejores instintos del hombre.

Pero así como Fausto firmó un papel con una gota de sangre sin ser plenamente consciente de lo que entregaba, el hombre se desprendió, aceptando un dios soberano eterno guía de su comportamiento, de su responsabilidad ante su propia vida. Igual que un niño travieso, justificamos comportamientos y acciones egoístas, dañinos y deleznables aduciendo que es la norma, y secretamente confesándonos para recibir la absolución de un ser superior y perfecto, a diferencia de nuestra pobre alma humana, sujeta a las pasiones corpóreas y viscerales. No eludimos ofender al prójimo por principios, como sería propio de un ser consciente y responsable de sí mismo, sino por temor al castigo o a la mirada reprobatoria del otro.

Y, a pesar de tanto progreso y tanto milagro tecnológico, no hemos sabido librarnos de esta lacra.

No sé si el panorama que os he descrito os gusta. Tampoco he entrado en detalles, que como me ponga a relatar las perfidias de mis semejantes, de las que también me considero partícipe —así en lo bueno como en lo malo—, o sus hazañas, probablemente no sea capaz de detenerme hasta que se me colapse el hipotálamo. Pero sé que captáis el concepto. Ahora, las peticiones… ¿no?

Pues vuelvo a empezar, esta vez de forma personalizada.

Queridos Melchor, Gaspar y Baltasar:

Lo he estado pensando mucho y, aunque tendría miles de cosas que pedir —que vuelva mi perfume favorito de los veintidós, que mi madre no deje de dormirse ni en el cine con mis películas favoritas ni de despertarse proclamando con entusiasmo cuánto le han gustado, que los ojos verdes sean verdadeiros, que Random House Mondadori me corteje con ricas telas provenientes de Oriente y elefantes recubiertos de perlas, que todo mi cuerpo sienta Hanoi, Petra y París, en ese orden, que los ojos de mi padre me enseñen sólo lo mejor del mundo, como siempre, que mi pelón siempre esté al alcance de mi mirada y mi voz, y que mi discernimiento y obra me haga digna de compartir las alegrías y percances de todas las personas a las que amo—, sólo os voy a pedir una. Que a lo mejor os parecen varias, pero en esto podéis hacer lo que la iglesia católica pide todo el rato, recordad aquello de que dios es uno y trino: un acto de fe.

Hagamos todos un acto de fe en los demás y en nosotros mismos. Un acto de fe en la naturaleza humana que nos despoje de desconfianza y animadversión, rencor, odio o envidia. Seamos capaces de ver que guardamos dentro el mapa de nuestro recorrido, pero también somos nuestros propios maestros y discípulos, los principales artífices y responsables de nuestro futuro. Tenemos una sola vida para aprender de nuestros errores y poner en práctica lo reconocido, aquello que guardamos desde el principio de los tiempos. Confesemos que no hay una única verdad y que no todo vale para cualquiera. Si fallamos, no habremos sido suficientemente fuertes, no culpemos al influjo de fuerzas oscuras.

Queridos reyes magos, si lográis que mañana, tras el eclipse de sol de las ocho y treinta y cinco, cada una de las personas de la Tierra se sienta dichosa de estar viva y responsable de las consecuencias de sus actos, si conseguís que cada uno reconozca el milagro de dios en sus entrañas; si mañana al amanecer cada uno de los habitantes del mundo se da cuenta del poder que guarda dentro de sí, ese que une indivisiblemente cada molécula de nuestro cuerpo con cada molécula de todo lo que existe, se recuerda capaz de cambiar el mundo con su propio camino —porque eso es lo que es el camino de un hombre: una síntesis del mundo— y consigue hacer brillar lo mejor de su naturaleza, entonces no hará falta que cumpláis ninguno de los cientos de deseos que he desechado a cambio de este, porque en ese caso, no me hará falta nada.

(Bueno, a lo mejor tendríais que hacerme llegar un frasco de mi perfume favorito a los veintidós, pero para eso sois magos, ¿no?)

domingo, 2 de enero de 2011

El mundo deshabitado

Me levanté un día, y el mundo estaba vacío.

Una luz blanquecina y afilada lo saturaba todo, cubriendo las copas de los árboles, los coches y los parques como un manto de nieve. De vez en cuando, una ráfaga de viento traía voces de niños, de recreo y de patio de colegio, débiles y metálicas, lejanas; como si lucharan contra el vacío del rumor de las caracolas.

Salí a caminar, como sonámbula. Si el mundo estaba vacío, me di cuenta de que mi cuerpo sonaba a hueco. Y había ruidos sordos doblando esquinas, y un aliento gélido y nebuloso jugueteaba entre mis costillas, como zurciendo espacios innecesarios ya entre ellas.

La brisa me agitaba los lóbulos de las orejas y, durante una décima de segundo, creí vislumbrar el descolorido rostro de un panadero humilde, cotidiano y cansado, en lo que pareció ser una distorsión de la electricidad estática que paralizaba el ambiente. Casi como si alguien hubiera intentado sintonizar una frecuencia ya desgastada y hubiera dado con una antigua emisión de las olimpiadas alemanas de 1936.

Me coloqué paralela a una estilizada farola gris cuya bombilla parecía no haber tenido vida nunca… Las partículas de luz, en suspensión y detenidas, se cuajaron a mi alrededor y curvaron mis omoplatos con su peso.

Seguí caminando, sin tensiones ni dolores musculares, tan solo mi esqueleto empujado por una inercia involuntaria, una sucesión de causas y efectos cuyo origen ni conocía ni parecía importarme. Un río de minutos y horas, con segundos que refulgían entre graciosas olas plateadas, transcurrió paralelo a mis ajenos pasos hasta que decidió curvarse sobre sí mismo. El impacto de mis talones en el empedrado era casi inaudible, pero hacía vibrar el espacio que me rodeaba con un leve zumbido.

Todo a mi alrededor se desdibujó, perdió su forma, su esencia y su sabor.

Nada. Ni dentro, ni fuera, ni flotando en el cielo ni esbozado en mi imaginación.
Nadie. Ni corpóreo ni intangible, ni perfumado ni inodoro, ni cálido ni gaseoso.

El mundo estaba vacío y hueco, el tiempo se absorbió a sí mismo, las brújulas se desmagnetizaron, el horizonte se disolvió, el fin perdió su sentido. Y mi mirada, en sepia, delimitó tu ausencia y extrapoló cada esquina a los confines del universo.