martes, 24 de mayo de 2011

jueves, 19 de mayo de 2011

Grandes Esperanzas, por fin


Si este blog se llama Grandes Esperanzas es, en una mínima parte por la obra de Dickens, en su mayoría por las grandes esperanzas que desde hace años he mantenido de que la voluntad humana sea mayor que la desidia global. Y estos días, todos los que en silencio e individualmente hemos sostenido esa secreta esperanza, la estamos viendo cumplida.

Cuánto tiempo llevamos en mi casa —en mi círculo, a mi alrededor— discutiendo acerca de la necesidad de un cambio real, un cambio individual, una involucración directa de la ética personal y la conciencia de cada uno. No se trata de que votemos al mismo partido, ni de que creamos en las mismas cosas. No se trata sólo de la corrupción, del bipartidismo, de la ley electoral o de la crisis hipotecaria. Tampoco es únicamente que el talento no llegue nunca arriba, porque sólo interesa que el incapaz gestione, no vaya a ser que el que sabe tenga un ramalazo de honestidad y arrastre a los cuatro que se alimentan de los cuarenta millones.

Se trata de caminar hacia una sociedad en la que nuestros hijos no encuentren justificable —y preferible a la alternativa de estudiar Comunicación Audiovisual— tener sexo ante unas cámaras para poder ganarse después la vida de contertulios en un programa de televisión. Una sociedad en la que el beneficio económico o el miedo a la indigencia no justifique cualquier medio, cualquier comportamiento. Detrás de los políticos que no gravan a las empresas ni a los millonarios, que permiten el rescate de la banca y la sangría al ciudadano de a pie, estamos TODOS. Todos los que nos plegamos a las normas de nuestro banco, que nos elimina las comisiones cuando cobramos tres mil euros pero nos pone mil más si estamos en paro, cobramos el día 10 y tenemos descubiertos; todos los que comprendemos que uno se gane la vida a costa de la explotación, de la enfermedad, de la especulación, del engaño, porque ‘aquí cada uno se tiene que buscar la vida como pueda’.


¿Por qué nos parece normal que nos pidan una licenciatura, un máster e idiomas para ejercer un puesto con 800 euros de sueldo y que, sin embargo, nuestro jefe de gobierno necesite un intérprete para hablar con otros dirigentes? ¿Por qué cuando acompañamos a un enfermo en un hospital y vemos que en la cafetería los precios son desorbitados decimos ‘es normal, se aprovechan porque no hay nada más alrededor’? ¿Es que hemos aceptado que la explotación de las miserias humanas es lo que mueve nuestro mundo?


La revolución ética debe partir del epicentro personal de cada uno. De la honestidad, de elaborar el propio camino paso a paso, intentando ser consecuente con las creencias personales. Y digo ‘intentando’, porque parto de que el ser humano es imperfecto y nunca logrará una utopía homogénea, ni siquiera en su propia vida. Las contradicciones nos construyen.


Me vais a disculpar todos si esto es lo único que puedo escribir —y si lo hago apresuradamente, y no demasiado bien— acerca de lo que ocurre a diez minutos de donde vivo; porque en realidad la conmoción nos ha golpeado a todos en el estómago. Tachadme de mema o de ilusa, pero si estas noches apoyo la cabeza en la almohada con un nudo en el estómago y los ojos a rebosar es por el orgullo y por la satisfacción (sí, sí, hago mías las palabras de Su Majestad, que son más mías que suyas, de tanto oírlas y tanto financiarlas) de ver materializados los ideales que mi padre y mi madre, a sabiendas unas veces, y otras sin intención, me inculcaron en mi infancia. Es por ellos que voy a Sol cada atardecer; por ellos y por todos aquellos que critican, que miran hacia otra parte, que están demasiado ocupados con sus vidas 'reales' para involucrarse en algo que consideran que no les afecta. Yo prefiero pensar que son estos últimos los ilusos, y no yo.

Pero eso sí, los demás no podemos permitir que el derrotismo nos paralice y bloquee. Lo que escucho, una y otra vez, en las afueras de Sol es el mismo argumento: ‘Pero ¿vosotros pensáis que se va a conseguir algo?’. Mirad, de momento, hemos conseguido un paso hacia el consenso: la mitad de España cree que es posible, y la otra está inoculada del virus del escepticismo, que sólo ayuda a la permanencia del status quo; el peor que hay, el que te hace enfermar de descrédito de tu propia voluntad humana, el que te convence de que tú no eres nadie, de que no puedes, de que siempre perderás. Los que vamos a Sol, y aquellos que permanecen día tras día, igual morimos sin llegar a nada, pero lo haremos de pie.

Dejadnos soñar, al menos; dejad que nuestro espíritu se alimente de la ilusión de ver a nuestro prójimo cada vez más cercano. Dejadnos creer que entre todos, podemos.

sábado, 7 de mayo de 2011

Cóctel Party de Verano Imaginario


¿Cómo es posible que aquella sea capaz de bajar una escalera de caracol con tacones de aguja y a esa velocidad? Aún me acuerdo de aquella vez que me enfrenté, descalza, a una escalera mucho menos retorcida sobre sí misma, descendiendo con pasos inseguros cada uno de los escalones, y un mínimo resbalón que pareció sólo una chispa de luz acabó con todas mis pretensiones de salir con dignidad de la casa de mi amante de la adolescencia. Tampoco fue tan grave.

Desde el hueco donde me encuentro, justo desde el ángulo provocado entre la encimera y el flanco izquierdo del frigorífico de diseño vanguardista que reina en la informal cocina office con isleta central y vajilla de phillip stark, se divisa casi todo el panorama coctelero. Una chica excesivamente maquillada y excesivamente delgada intenta acaparar con su conversación ametralleante a un fornido muchacho con flequillo y gafas oscuras. No parece lo más adecuado para ver con claridad. Tras observar detenidamente su figura, apoyada de cualquier forma en la pared, el mentón hundido, la chaqueta arrugada en su nuca y el labio inferior colgante, me pregunto si el muchacho no estará en realidad dormido.

Busco con la mirada a Cástor, mi binomio festivalero, cuando percibo que la música de Kevin Johansen flota a la altura de nuestras pantorrillas, acompañándonos como si de una neblina pantanosa se tratara. Con cada acorde de I’m gonna get down with my baby me dan ganas de levantar alternativamente cada rodilla. En realidad, me doy cuenta de que eso es precisamente lo que estoy haciendo. ¿Será la conquista final de mi cuerpo por los efluvios etílicos?

Intento centrarme en el análisis del contexto. Esta noche me siento espectadora.

Por el pasillo dos treintañeras de la mano, el rímel corrido y mezclado con el sudor, las risas escapándoseles por las comisuras, se apresuran a trompicones con dirección al baño. Otras dos, hermosas y pletóricas en su intoxicación, comparten sillón, cigarro y divertidas confidencias junto al balcón abierto. Al otro lado, de pie, parece que uno de los invitados ha desafiado a otro poniendo a prueba sus conocimientos quién sabe acerca de qué y ambos compiten por encontrar la respuesta gracias a la tecnología 3G que sostienen en sus manos. Qué sería de nosotros sin los avances de la ciencia.

Mi atención se desvía hacia la entrada, hacia donde apuntan mis rodillas. Se ha formado cierto alboroto de bienvenida, vuelan besos y chaquetas, se abren caderas y brazos como cálidas acogidas. Han llegado los que parecen ser invitados de última hora.

Y de repente lo veo venir hacia mí. Acaba de cruzar el quicio de la puerta, blanca y enmarcada en negro, y se detiene a saludar al anfitrión de borsalino burdeos y camisa abierta. Atraviesa un pasillo de saludos y ofertas espirituosas, su barbilla dirigida a mi posición, y no se parece a nadie y me mira como nunca me han mirado. Esto no es una cualidad extraordinaria; en realidad sería menos común encontrar a alguien que me mirara exactamente igual a como lo ha hecho cualquier otro, antes. Mientras conversa con los que obstaculizan su camino sin apartar sus ojos de mí, me giro para servirme otra copa de cava. Casi no puedo mantener el equilibrio, hoy me he levantado sedienta y llevo toda la noche dando largos tragos a lo que sea que caiga entre mis manos, pero ahueco dignamente las mejillas, echo los hombros hacia atrás y procuro concentrarme para no derramar el líquido burbujeante fuera de la estrecha copa.

Aunque queda fuera de mi ángulo de visión, puedo sentir cómo el recién llegado se aproxima, sorteando conocidos y abandonando conversaciones a medio iniciar, en el aire. De reojo veo la punta de su nariz, redondeada, perpendicular a una mirada afilada y oblicua, nebulosa y densa como el café de Colombia. Y me imagino que su voz sonará a príncipe troyano y a partidos de frontón en las tardes de agosto. Me imagino que cuando llegue hasta mis dominios —es extraño, pero no queda nadie en el espacio delimitado por electrodomésticos; hace un momento estaba a rebosar de gente picando hielo— se acodará en la isleta frente a mí y me espetará algo divertido o sin sustancia, como ‘mira que me ha costado llegar’ o ‘no te he visto nunca en las fiestas de Arturo, ¿con quién has venido?’.

Pero la entrada tendrá poca importancia, pues yo ya habré sentido su olor y visto de cerca sus manos. Unas manos angulosas de dedos nítidos y contundentes, de extensas palmas y nudillos fuertes. Y esas manos, unidas a su aroma a algodón recién planchado y a calma sobre la almohada me llevarán a contestar con naturalidad y una sonrisa complaciente, a llevarle la corriente por muy desatinadas que sean sus observaciones o muy malos que sean sus chistes, a asentir con la cabeza y a aceptar cada una de sus propuestas.

Mientras especulo con improvisadas piezas del futuro próximo, limpio los restos de cava de la encimera, arqueando la espalda para alcanzar el rollo de papel secante en una sutil maniobra de estiramiento del sacro, antes conocida como ‘poner el culo en pompa’, y tengo la seguridad de que uno de los dos despertará en la cama del otro. Amanecerá, abriré los ojos y veré los suyos, de perfil, mirando hacia el techo. Preguntándose quién sabe qué.

Tengo la certeza de que así será, tarde o temprano, quizá esta noche o mañana o el mes próximo, pero así es como ocurrirá. Hasta que ocurra, el tiempo entre los dos se arremolinará con aroma de corteza de limón y hojas secas de verano intenso, mis palabras se atropellarán con las suyas, nos dolerán las comisuras de disimular sonrisas y los ojos de ver más allá de lo que se encuentra en el espectro visible definido por la física.

Hasta que despierte una mañana y vea sus ojos abiertos, fijos en el techo, y me pregunte qué es lo que se le cruza por la mente, por ese conglomerado de emociones y retratos que desconozco del todo, aunque por momentos tuviera la sensación de vislumbrar. Todo será inevitable, y refrescante y original y con olor a nuevo, todo peaches and cream como dicen los yankies, hasta el momento en que esa dulce sucesión de convergencias comience a trastocarse y el vértigo de los evidentes kilómetros que separan nuestros mundos se haga palpable.
Será entonces cuando se inaugure el desfile de desencuentros y malentendidos, bien pequeños al principio, estructurando una simple melodía, enormes como desiertos transcurrido un tiempo, componiendo toda una sinfonía que no deje lugar a nada más.
Un abrir de párpados y una verdad revelada serán las señales de salida de esa carrera en la que uno de los dos, si no ambos, se perderá el pulso a sí mismo. Y alcanzaremos la meta y al mirarnos de nuevo no nos reconoceremos, sabremos entonces menos el uno del otro que lo que creemos saber esta noche, en este momento, en el que ni siquiera sabemos nuestros nombres.

Tengo la tapa del cubo de basura metálico en la mano, y estoy dispuesta a tirar el gurruño de papel de cocina húmedo, cuando escucho por primera vez su voz, cuyo timbre anuncia promesas de regresiones infantiles por doquier, y es totalmente distinta a como imaginé que sería.

—¿Estás segura de que eso va ahí? ¿No se recicla en esta fiesta?

—¿Eres de Greenpeace? ¿O trabajas para el ayuntamiento? —Imposible detenerme. Mi resorte conversacional es más fuerte que yo. Voy a tener que huir, así que aprovecho los segundos que se toma, mientras ríe y gana tiempo para pensar en una réplica ingeniosa, y atajo:

—Discúlpame, necesito ir al baño.

Y aunque pronuncio las palabras mientras me alejo de él con decisión, aún me da tiempo a escucharle decir:

—Vuelve pronto, ya te echo en falta.

Es en ese instante cuando se detiene el tiempo y todo se congela a mi alrededor, y, en una suerte de mitosis metafórica me divido en dos: una yo invisible que se convierte desde dentro en piedra, pómez afortunadamente, y otra yo, perceptible para todo el mundo, que respira hondo y, además de agarrar con determinación a mi pequeña y ligera figura gemela de caliza porosa por su transparente cintura, toma el bolso y el chal y escribe un mensaje de texto a Cástor en el taxi, camino de casa: ‘Siento mi despedida a la francesa. Me vi envuelta en una pasión decimonónica, de esas que no se ajustan a los patrones de nuestra sociedad global, y no lo pude soportar. Necesitaré unas horas de sueño para reponerme. Nos vemos mañana en el aperitivo? Besos, Casandra.’