domingo, 10 de abril de 2011

Tarde sin sentido


Veo y escucho, en el episodio sexto de la segunda temporada de The Wire, a un personaje de ficción, Omar —un honorable ladrón de traficantes, homosexual y con carisma—, responder al abogado defensor, que intenta desvirtuar su testimonio:


—Usted es amoral, se alimenta de la violencia y la desesperación del comercio de las drogas; roba a los que a su vez roban la vitalidad de esta ciudad. Es usted un parásito que se aprovecha…


—Exactamente igual que usted. Yo tengo mi pistola, usted tiene su maletín. Pero todo forma parte del mismo juego.


En otro momento, otro día, podría haber encontrado un motivo de comunión con la especie humana en este gesto, en estas breves líneas de un guión que alguien totalmente ajeno a mí, con quien probablemente no me encuentre en toda mi vida, escribió un día.

Sin embargo, hay tardes en las que una no tiene ganas de levantarse y sonreír como enconado y persistente método de rebelión pasiva ante la impotencia que habría de comérsela a una por dentro.


Que el mundo funciona como un extraño mecanismo marítimo —la mierda flota y se encuentra en mayor cantidad cuanto más subes—, que los dictados de los mercados pesan más que las vidas humanas, que los incapaces se rodean de sus semejantes y expulsan a aquellos que podrían hacer evidente la diferencia —sin plantearse las repercusiones de sus acciones, que el esfuerzo de reflexionar es imposible de asumir en ciertos casos—, que las mayores empresas del mundo se nutren del sufrimiento ajeno, que la totalidad del engranaje social está destinada a vender falacias y recolectar productividad ajena para que cuatro puedan derrochar recursos mientras cuatro millones se mueren de hambre… Todo eso lo llevabas bien. Cada día te levantas, te alimentas y te untas de hidratante nutritiva, y disfrutas de tus cosas mientras tarareas una canción. Y en tu mundo nada ni nadie puede penetrar, el brazo más largo no puede alcanzarte.


Pagas tus facturas, para lo cual manejas siete bolas en el aire en un circo de tres pistas, ves cómo los más débiles se desmoronan ante un billete y cómo la realidad que te rodea es únicamente una gran y reluciente fachada con avanzadas pantallas líquidas sensibles a la temperatura ambiente. Todos compran enormes cajas de lujoso envoltorio, con brillantes colores y atractivas texturas, cuyo contenido, de existir, no tendría gran importancia para ellos.


Y llegas a casa, y limpias el polvo del salón, y planchas la ropa y haces la comida; y te pintas las uñas de los pies, y le echas suavizante a la colada para ver si el olor y el calor de hogar te calma el espíritu desgastado mientras duermes. Sonríes y paladeas hasta lo más mínimo —esa brisa matutina con aroma de almendros— porque prefieres morir de pie, y no encuentras nada más parecido a doblegarse que dejarte caer el espíritu ante el ‘las cosas siempre han sido así y siempre seguirán siéndolo’ que tu madre —o aquella que habían inoculado dentro de tu madre, desde la infancia— te repetía una y otra vez cuando tenías quince años.


Pero un mediodía descubres que el dolor es aleatorio, que de entre todos los seres a los que puede golpear, también elige a los inocentes, que no existe un porqué cuando se trata de infortunios. Y aunque las consecuencias reales del caso concreto no se vayan a derramar sobre ti o tu alrededor inmediato, de repente te ves obligada a encarar que, al menos en el espacio y profundidad que da una única vida humana, nadie puede percibir una brizna de justicia divina, el equilibrio que suponías que gobernaba los flujos energéticos no existe, y nada tiene sentido.


De repente, una tarde, la pasas escuchando a Mahler con su Ich bin der Welt abhanden gekommen, y de verdad te parece, no ya que no seas capaz de seguir el compás del mundo, sino que no te apetece seguirlo.

Aunque seas consciente de que por la mañana volverás a bailar a su ritmo.

viernes, 1 de abril de 2011

El dilema de las bolitas o el azar, que gobierna nuestras vidas



El increíble y eterno dilema de las bolitas: todas son iguales. Pequeñas bolitas, gránulos, como diminutas bolas de adivinas o como infinitesimales satélites terrestres o como gigantescas partículas de cloruro sódico. Las bolitas blancas tienen el mismo aspecto, todas; todas tienen el mismo tamaño y reflejan la luz exactamente en el mismo porcentaje, vengan del frasco que vengan. No existe diferencia alguna, a simple vista, entre un gránulo de Nux Vomica, uno de Mercurius Corrosivus o uno de Oscilococcinum a la 9CH.

A veces imagino el desastre que resultaría de que, por una desafortunada y extraña circunstancia, todos los viales repletos de esféricos corpúsculos aumentados se abrieran y derramaran, todos a una, su contenido por los suelos de una farmacia cualquiera. No habría manera de identificar a qué vial pertenece cada granulito, entre la hipotética mancha de confeti neutral, inodoro y con idéntico sabor a azucarillo. Un Lichtenstein en blanco; la náusea de Sartre y todo el extrañamiento junto de Kafka y Camus, esculpidos a un solo golpe de vista. Quizá para evitarlo concibieron el complejo mecanismo que encierra las bolitas blancas y las dispensa de una en una con bastante dificultad, la mayoría de las veces. Porque si salieran así, fácilmente, todos los días ocurriría un desastre, en algún lugar.
Todos los días en cualquier lugar del mundo, por seguro, se abriría una cierta cantidad de viales desparramando gránulos idénticos por todas partes y habría que tirarlos todos a la basura, y volver a hacer el pedido de toda la mercancía, cualquiera que fuera su cuantía, la causa del desastre y el valor de las consecuencias.
Aun así —está bien, asumo que tampoco es para tanto— supongo que la mayoría de las veces no habría bajas ni heridos ni nada por el estilo, si desestimamos la seguramente insignificante probabilidad de que confluyan desgraciadas circunstancias en un cúmulo de despropósitos; a saber: que la farmacéutica, además de estrenar tacones de aguja metálicos, haga gala no sólo de una torpeza aguda y peculiar, sino además de una fragilidad física desconcertante acompañada de una dosis elevada de mala suerte habitual, y que lo delgado de su punto de apoyo junto con su ligereza de peso provoquen que resbale con una perlita de increíble dureza y, al caer, mal, se rompa la crisma. Ahora mismo no sabría calcular el porcentaje de probabilidad de que eso ocurriera, pero me da que debe de ser bajísimo. Así que tampoco sería el fin del mundo para la casi totalidad de los implicados.
Cuando hablaba de desastre trataba de darle cierta magnitud poética, no pretendía equiparar el supuesto desperdicio siquiera de un palé de cajas de tubos de gránulos de medicina homeopática a una catástrofe natural.
De cualquier forma, al final cada uno le da la forma que más le gusta a lo que percibe, así que no sé para qué me enredo en explicaciones.

El caso es que ahí están, los dos tubos, azul y malva. —Me gusta el adjetivo ‘malva’, por sinestésico y por evocador de las provocativas sombras de Mari Trini en los televisores a todo color de los ochenta.

Dos pequeños tubos, del mismo tamaño y forma, que se distinguen por el color y por las letras que rezan sus etiquetas, formalmente idénticas. Y tú hace como una hora larga que te tomaste tres gránulos —tres— mientras veías el final del décimo episodio de la primera temporada de The Wire, cuyo visionado comenzaste tumbada y fue paulatinamente tensándote cada músculo del cuerpo para terminar contigo sentada en la cama y encogida ante la pantalla de tu portátil. Una postura totalmente antinatural y angustiosa de ver, cuanto más de sentir. Pues tres gránulos, tres, que pusiste bajo tu lengua hace ni se sabe cuántos minutos en realidad —porque aunque el contador del vídeo diga que la escena transcurre en cinco minutos de mi vida, no tengo la sensación de haber consumido tan poco tiempo, que dicen además que es relativo—, y entonces dispararon a Kima y no la encontraban entre tanto callejón, que ni ella sabía exactamente dónde estaba, y transcurrieron horas, pareciera, y entonces fundido en negro y los acordes de Way Down in the Hole

Y vuelvo a mirar a la mesita de noche, con la lámpara, los libros, el tabaco, arena de la playa de Goa en un precioso tarro de cristal azul que me trajeron Libertad y Rubén; gomas del pelo; crema de manos… y dos tubitos de diferente color y diferente nombre. Pero cuyo contenido es imposible de distinguir, y es imposible también recordar de cuál de los dos envases salieron aquellos tres granulitos. —¿Cuál me tendría que tomar ahora? La cuestión me asedia: no me deja vivir—.

Intento evocar la imagen del tapón. Algo debería haber conservado mi retina, de alguna manera esa captura visual, que es en esencia tan solo información transmitida a golpe de impulso nervioso, tiene que estar ahí, registrada en alguna parte de mi memoria: un tapón, sobre el blanco de la cubierta de La cartuja de Parma, un tapón… Me retrotraigo e intento revivir en imágenes la secuencia de los hechos, rebobinar mentalmente y reproducir de memoria las impresiones visuales que debieron producirse en el momento de coger el tubito y hacer que cayeran bolitas de él.

Como si fuera un Terminator T-800 modelo Cyber Dyne 101.

Me doy cuenta de que tengo que dejar de ver Blade Runner o terminaré creyéndome capaz de apuntar a un rincón del escritorio con mi visión de algoritmos milagrosos y diferenciar con claridad los mitocondrios del resto de elementos de una célula del tejido ocular de un ácaro —¿tendrán ojos los ácaros?— que forme la millonésima parte de una mota de polvo depositada allí.

Y pruebo a pensar en otra cosa, como si también fuera posible distraerme yo misma de mí, y dejar de mirar hacia donde aguardan los dos tubos azul y malva, tumbados y casi simétricos en sus posturas opuestas, que parecen por un momento entonar por lo bajo aquella infame —pero pegadiza— canción de Sandro Giacobe, El jardín prohibido, con la que nada más escuchar el estribillo te entran ganas de lanzarle una patada voladora al pavo antes de soltarle un ‘lo siento mucho, la vida es así: no la he inventado yo’.
Ellos, los tubos, como si nada y yo pruebo a apartar la vista y volver a mirar de repente a ver si el impacto pudiera confundir a mi memoria visual y conseguir así que se le colara en el presente un fotograma de recuerdo en el que pueda distinguir el color del tapón del tubito que abrí justo antes del final del décimo episodio de la primera temporada de The Wire.

Porque si supiera de qué color era ese tapón, y por consiguiente de qué color era ese tubito, sabría también de qué sustancia con nombre en latín me he metido un chute, y sabría por tanto de qué envase debería extraer otras tres bolitas para poner bajo mi lengua y podría, por una vez, no dejar mi equilibrio químico en las manos de la hipotética e imposible tanto de corroborar como de refutar ‘ley de la compensación de los sucesos aleatorios y por azar’ —enunciada por mí misma, y que en realidad no me termino de creer—.