Tú eres tan pequeña y tan frágil, en realidad. Te sostengo en brazos y tú sostienes en tus manos el mundo, con esas manos tan pequeñas y tan frágiles. Si fuera por ti, inocente y cristalina, derrocharías la vida y la entregarías sin reservas. Menos mal que estoy aquí, para cuidarte. Ahora no lo entiendes, ahora mismo crees que te guardo por egoísmo o por impiedad, que no puedo entender cuánto necesitas respirar el aire que tú has elegido. Crees que tu cuerpo no importa, que el alimento no es básico, que sobrevivirías sin pan ni agua, sólo te haría falta para mantener el hálito vital contemplar la belleza de la cuidada artesanía que creas y ensamblas con tus propias manos —tan pequeñas, tan frágiles—. Y afuera te espera el asfalto de la ciudad, duro, frío, gris e inseguro, en el que tus coloridas piezas se difuminarían atropelladas por los camiones que reparten el sustento del otro. Mi pequeña no quiere verlo.
Pero yo guardo la memoria desde el principio de los tiempos, cada grano de arena pesa en mis párpados y aun así los mantengo abiertos, para ti, para que en tu jardín nunca falte el agua ni la brisa ni el sol radiante. Para que tus pasos sean mullidos y frescos, entre hierba recién cortada. No me niegues porque ahora vivas en una fría, larga y desértica noche sin luna, que en realidad mi escudo te resguarda de un sol abrasador que sólo provocaría espejismos ante tus ojos, tan oscuros y tan claros.
La audacia y el coraje de la infancia te impulsan, y a mí me toca frenarte, tarea desagradecida e injusta la mía. Ojalá pudieras sentir cuánto te amo y cuán necesario es lo que hago por ti.
Y yo te arrullo en mis brazos, y te susurro que todo pasa, que todo pasa, que igual el cielo no vuelve nunca a ser tan azul, pero al menos tu mirada seguirá intacta.