Siempre me enamoro de personajes de ficción; supongo que ése es el precio que una paga por aprender a leer entre las líneas del mundo demasiado pronto. Los libros tienen la culpa; el nitrato de plata y las butacas incómodas con olor a maíz caliente; el vídeo beta y Rocky y Siete novias para siete hermanos; los largos viajes de noche en los que adivinabas las ondas producidas en la superficie de la luna, miles de kilómetros lejos de ti —Mira. Mira… Me sigue, adonde vaya—. La culpa es del chachachá, las parcas hilan el tejido que vestirá tu piel mucho antes de tu nacimiento, no soy yo, que son mis circunstancias.
El caso es que Jimmy Darmody me recordaba demasiado a Di Caprio, tan blandito y con cara de niña, para mí. Su tez pálida, sus ojos claros, ese mentón femenino y la boca caprichosa; no, nunca me habría fijado en él.
Pero Jimmy camina despacio y arrastrando una pierna, que sus heridas de guerra no le permiten hacerlo de otra forma. Lleva los hombros encogidos tal que un Sísifo mortal cuya carga se siente al verle levantar la mirada. Casi nunca sonríe y tiene la parsimonia del que sufre el síndrome de Casandra y aguarda con paciencia lo que el destino le depara. Acepta los agravios con una mirada sostenida y un parpadeo como única respuesta, la cabeza ladeada, los labios serenos.
No es un iletrado cualquiera, Jimmy, ¿sabes? Princeton, nada menos. Lo cambió, eso sí, por la batalla de Verdún, en el frente del Marne, el más cruel que jamás haya existido. Cinco minutos en una trinchera —le dice, la voz un susurro, a la madre de su hijo acerca de sus cuadros— y olvidas que en el mundo hay lugar para la belleza.
Cuando Jimmy mira, puedes apreciar que ve más que tú y que cualquiera. Ve cuanto es y cuanto él quiere que sea. Vislumbra el final del camino y orquesta la melodía con una habilidad serena. Si desea algo alarga la mano y lo hace suyo, extrayendo su esencia con movimientos drásticos y de fuerza contenida. Sí, arrastra la pierna, pero sus pasos son certeros.
Jimmy ha vivido la peor guerra de todas, la primera, y por eso se adivina la tormenta concentrada que le agarrota los trapecios. Pero saborea las sílabas cuando acaricia a su amada Pearl, la prostituta que recibió en su nombre el navajazo que le rasgó la belleza.
En su infinito conocimiento y poder, Jimmy administra justicia; la suya, la que sabe que es la única que existe. Y como es propio de un héroe de los años veinte, responde con templanza al desafío del desesperado. ¿Qué vas a hacer? ¿Dispararme para fanfarronear? Espeta de rodillas un desventurado heredero del apellido D’Allesio, con nombre de papa.
No iba a hacerlo, pero acabas de darme una idea, le concede Jimmy de pie y con calma, antes de entregarle un limpio balazo en la frente.
Jimmy contiene y representa el dolor de vivir amoldando sus circunstancias para convertirlas en posibilidades. Comprende la debilidad y se aleja de ella, porque en él no tiene cabida. Arranca la vida de quien lo merece —porque es así, sin duda, si él así lo considera— pero protege con intensidad y ternura a su madre, a su mujer, a su amante prostituta. Hay un juicio para todas ellas bajo el lacio y rubio cabello engominado, tras la mirada intensa, clara y ojerosa. Pero de entre sus parsimoniosos labios nunca se desliza un reproche siquiera encerrado entre los sonidos huecos.
Yo amo a Jimmy porque es perfecto, desgrana su mortalidad a cada instante y en un exceso de confianza a veces sonríe hincando una sola de sus comisuras carnosas. Y aunque sé que nunca existen razones lógicas para enamorarse, menos de un personaje de ficción, cada vez que lo veo detenerse e inclinar la mirada, balanceándose entre uno y otro pie, me digo a mí misma consciente de lo absurdo de mi sustento: ¿Qué otra cosa podría haber hecho?