sábado, 18 de junio de 2011

Verás como estás, aun sin estar


Puede ser que vivas en Sidney.


Puede ser que trabajes para una multinacional trasnacional de redondos y sólidos beneficios.


Puede ser que creas que ya has pasado por todo, que todo está inventado; puede ser que te hayas creído algunas o todas las mentiras que nos contaron.


Es posible que tengas un pequeño negocio, o que trabajes para todos, en un servicio público. Puede ser que tu trabajo te estrese o lo mismo es el motor de tu vida.


Aunque es improbable, también es posible que no hayas oído hablar de que en España, la gente comenzó a moverse, cual reverberación islandesa, para agitar las conciencias y los estómagos de todos nuestros vecinos.

Las conciencias, esas que tenemos adormecidas pero decoradas profusamente con coloridas cápsulas de café, princesas del pueblo y de barrio, botas de oro y toneladas de drogas de todos los tipos.

Los estómagos, en donde tenemos que digerir las estructuras de un sistema que nos agota los cuerpos y los espíritus, tolerable únicamente gracias a las píldoras de satisfacciones inmediatas de las que nos alimentamos. No voy a mentir, no he visto en cifras la progresión de las afecciones estomacales en occidente en los últimos cincuenta años. Tampoco he visto la de los problemas y dolores de espalda, derivados de cargar con la roca de Sísifo a diario —una media de cuarenta horas semanales, con descansos vacacionales los más afortunados; y todavía escucho por ahí decir que ‘el trabajo es el trabajo, y la vida personal, otra cosa’. Será que sus células detienen los procesos de oxidación en horario laboral. A mí no me pasa— y constantemente con el mundo entero, sobre los hombros. La completa y esférica bola planetaria.


O podría ser que hubieras visto algo de lejos, de casualidad, a través de la televisión o al leer un periódico. Igual no te sientes afectado, o sigues pensando que tus prioridades son tus obligaciones diarias, que para qué, si tampoco van a pasar lista, y ya seremos muchos.


Existe la posibilidad de que estés en un lugar alejado de cualquier ánimo y contacto humano, como aquel español manifestándose solo en Siberia, o que te toque trabajar, o que simplemente necesites descansar.

Verás, no pasa nada, igual puedes estar. Sin ir, pero estar.


Lo que ocurre es que el movimiento 15M o como lo llames tú, que cada uno les ponemos nombres distintos a las cosas, no está únicamente en la calle, los domingos y las fechas señaladas; tampoco está solamente en la comisión de infraestructura o la de pensamiento, ni siquiera está en todos los que lo apoyan, de una u otra forma. Está en todos, hasta en el señor Botín. Dentro del señor Botín hay otro señor Botín más pequeñito —se me hace difícil ponerle diminutivos, sorry— desgastado de tanto luchar por salir, al que las decisiones complicadas (popular eufemismo que alude a cuando tenemos que elegir entre hacer lo correcto y dejar de recibir beneficios, o joder al prójimo con todo el dolor de nuestro corazón) le han aplacado el espíritu de lucha.


Que qué le vas a hacer, esas son tus circunstancias, pero no puedes ir.


Puedes, podrías, si quisieras, preguntarte honestamente si este modelo de vida es el que realmente deseas para tus hijos, nietos; para ti, ahora mismo.


Igual no lo sabes, pero las manifestaciones, las concentraciones, en realidad, son por y para los que vamos. Es sólo una forma de reconocernos en el otro y reconfortar así nuestro ajetreado estómago, de tomar aire y aliento para continuar con el esfuerzo de llevar vidas conscientes. Ven, mira cuán distintos somos y cómo nos guía el único propósito de mejorar, y vuelve a tu camino sintiendo cómo cada uno de tus pasos configura lo que eres y lo que serás.


Hoy, domingo 19 de junio, podrías estar trabajando, fuera del país o alejado de cualquier indicio de urbe; igual has firmado por las reformas de la ley electoral y la ley hipotecaria, igual no. Lo mismo llevas dos días de fiesta y el domingo te lo pasas durmiendo, qué voy a saber yo.


Pero de lo que estoy segura es de que en realidad no deseas vivir en una sociedad en la que prima la ambición sobre la honestidad, el valor monetario abstracto de un listado de empresas sobre el valor real de una persona, el enriquecimiento de cuatro familias a costa de cuatro millones, los intereses bancarios y corporativistas de los que obtienen beneficios directamente —y en progresión geométrica— de nuestro esfuerzo y salarios muy por encima de la sanidad y la educación que financian nuestros impuestos.


Aunque no sepas de qué va el pacto del euro, aunque tengas plan de jubilación, seguro médico y sigas creyendo que en la vida nada cambia; aunque no sólo no estés de acuerdo sino que incluso te pronuncies radicalmente en contra de los enunciados que se desprenden del movimiento y todos sus integrantes, no podrás dejar de sentir, al ver de reojo alguna imagen o al llegarte al oído alguna noticia, una chispa de empatía y un ápice de identificación.


La explicación es sencilla, y dolorosa para los que se sostienen sobre la tela de la araña financiera, sobre todo si la comprendemos los demás: no puedes evitar simpatizar con la señora que se planta ante un furgón de los mossoss, porque, aunque se empeñen en convencerte de que eres una máquina de producir, de consumir, o un número, dependiendo de cuál de los principales directores de escena que tenemos que sufrir te mire, no puedes escapar de tu condición humana: eres único, sí, y tus impulsos y emociones sostienen todas las casas en la rivera francesa que puedan pagar 2.000 millones de euros en una cuenta suiza.

Bueno, también hay otra explicación… tenemos la razón, y lo sabéis.



(Imagen tomada prestada, con gran agradecimiento, a Javier Albuisech, http://ink-love-music.blogspot.com/)

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