viernes, 22 de julio de 2011

Por fin el día llegó. Y acto seguido, se esfumó.



Como cada vez, se despertó en medio del mismo sueño de cada lustro: remolinos de pétalos de mil especies distintas de flores la envolvían. Inmóvil, con los ojos entrecerrados, los diminutos y coloridos pétalos se le enredaban en las pestañas; era consciente de que el dibujo sería claro para cualquiera situado a dos mil metros sobre su figura. Pero ella no podía darle forma, desde el centro del cálido huracán.


Al abrir los ojos, la visión se esfumó aunque siguiera allí. Cada músculo acogía el calor del día señalado con la gratitud que conceden cuarenta y tres mil ochocientas horas de espera. Se desperezó y estiró los dedos de las manos y de los pies. Respiró y percibió el ligero aroma a naranja y cilantro que siempre acompañaba su llegada.


Calentó agua, la perfumó con orquídeas y, como siempre y a pesar de la serenidad que aplicaba a sus movimientos, se quemó los dedos al tocar las asas de acero del perol. Aunque tenía dispuestos y preparados varios paños al lado del fuego, en el último momento parecía olvidar, por costumbre, protegerse del calor con ellos.


La luz de media mañana y el rumor de las ramas de las higueras agitándose con la incipiente brisa veraniega se ocuparon de crear la estampa estival acostumbrada mientras sumergía su larga melena en el baño aromático.


Tras frotar con calma y mimo cada palmo de su cuerpo con agua y jabón, ungió la cara interna de sus extremidades con aceite de prímula y magnolias, macerado durante meses, como si de un rito mortuorio se tratara. Cada vez le asaltaba ese mismo pensamiento, y cada vez sonreía ante lo acertado de su ocurrencia, desgastada de tanto pretender ser original.


Con el cabello trenzado, los ojos transparentes y descalza, caminó durante horas bajo un sol que a otros les habría parecido despiadado y que a ella le hacía cosquillas en los pómulos y la nuca. Caminó y caminó, y ascendió por escarpados caminos, atravesó el bosque y el valle, y siguió el curso descendiente del arroyo. Sintió de forma alterna las piedras y el limo en las plantas de sus pies, mientras por sus pantorrillas y muslos le trepaban las fuerzas que había ido perdiendo con el olvido de la última vez que recorrió aquel camino.


Llegó hasta el montículo elegido y subió y subió, sin detenerse, respirando hondo y pausadamente, sintiendo cómo cada articulación soportaba el peso de su existencia y lo empujaba con ligereza a través de senderos esculpidos con los pies de alguien muy parecido a ella; con sus propios pies.


Y nada más coronar la cima, ocurrió. Las corrientes de aire que la habían ido acompañando, jugando con sus dedos y susurrando en idiomas extraños, se fortalecieron e hicieron silbar las agrupaciones arbóreas al pie. Con ellas ascendía una melodía cristalina y especiada. La fuerza centrífuga del viento le retorció el vestido celeste y le salpicó la cara de mechones castaños que se resistían a guardar las formas. La electricidad estática vino y se fue. Como si se encontrara en el mismo vórtice del mundo, percibió cómo el conocido géiser aéreo la atravesaba vaciándola de todo contenido, y su carne comenzó a cobrar sentido.



Entonces dejó de pensar. Y no pudo saber si llevar la cuenta de aquel segmento temporal en minutos, semanas o meses. Lo que supo, al cesar todo movimiento dentro y alrededor, es que había de volver a bajar para comenzar a olvidar, esperando, con alegría y tesón, a que volvieran a transcurrir los mil ochocientos veinticinco días de rigor.




Desde allí arriba todo podía verse con claridad, y sin embargo, de la misma manera que un observador con la nariz pegada a un lienzo de Roy Lichtenstein no puede distinguir más que algunos puntos de colores, nunca sería capaz de percibir nítidamente la forma del que la poseía, cada cinco lustros, en lo alto de aquella colina.

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