lunes, 27 de diciembre de 2010

La zona gris (The Grey Zone, 2001)


Mi asignatura favorita en mi segundo primero de carrera era, sin duda, Teoría de la Imagen, aunque si se me permite opinar, yo la habría denominado ‘Teoría de la percepción visual'. Tras sobrevivir a Norberto Mínguez, alias ‘el neguentrópico’, profesor cuya única tarea consistía en declamar dictados eternos acerca del análisis abstracto de los conceptos vinculados con la imagen y el ojo humano, suspendí la asignatura. Nada extraño, si tenemos en cuenta las circunstancias. Sin embargo, mi segundo curso de Teoría de la Imagen me conquistó de por vida. Y hubo un concepto en particular, mágico, que describe uno de los aspectos más particulares de la percepción humana, y que me terminó de cautivar hasta el extremo de tenerlo presente aun habiendo transcurrido casi quince años. Se trata de la persistencia retiniana. Nuestros globos oculares, recubiertos de una película acuosa, requieren constante hidratación; cada vez que parpadeamos, extendemos la grasa de la lágrima por toda la superficie ocular, evitando la sequedad y manteniéndola en equilibrio. Hasta aquí todo bien. Sin embargo, el flujo de información que penetra a través de nuestras pupilas y se interpreta en nuestra corteza visual se ve interrumpido con cada uno de nuestros parpadeos. El mundo se nos desaparece durante unas cincuenta milésimas de segundo, unas veinticuatro veces por minuto. ¿Y cómo responde la asombrosa maquinaria que es el cuerpo humano? ¿Cómo se las arregla el cerebro para rellenar estos vacíos?

Gracias a la persistencia retiniana el hombre, o los hermanos Lumière o Edison —no voy a entrar ahora en una guerra de patentes—, llegó hasta el Cine. Gracias a que nuestra retina retiene por unos segundos la información extraída de la reflexión general de la luz a nuestro alrededor, es posible, a través de un procedimiento mecánico de repetición consecutiva, crear la ilusión del dinamismo en una ya de por sí ficción bidimensional. El origen de la palabra ya es claro: cine proviene del griego kiné, cuyo significado es ‘movimiento’.

Hoy, 28 de diciembre, se cumplen ciento quince años de la primera proyección pública que los hermanos Lumière mostraron al mundo en el Grand Café del Boulevard des Capucines de París. Varios minutos de realidad insolada en película de nitrato y sales argénteas componían a decenas de obreros a la salida de una fábrica, o el feliz rostro de un bebé tomando su desayuno.

Y desde entonces, generaciones enteras hemos configurado nuestros sueños con el sabor metálico del celuloide.

Quién me iba a decir a mí, a los cinco años, el día en el que vi por primera vez el rabioso naranja del pelo de Shirley MacLaine en el primer televisor a color que entró en nuestra casa, que treinta años más tarde podría ajustar los parámetros de la imagen de una película en un ordenador portátil posado en mi regazo. Por aquella época, Steve Jobs andaba ya gestando su revolución informática para el pueblo; supongo que la hipótesis, a él, no le habría sorprendido.

La producción elegida para conmemorar tan simbólica fecha no ha sido La soga, de Hitchcock ni El tercer hombre, de Carol Reed, ni mi muy adorada Doce hombres sin piedad de Lumet; ni siquiera la adaptación de Tenessee Williams por Brooks, La gata sobre el tejado de zinc. He elegido volver a revisar una película que a su vez revisa un hecho histórico: la rebelión de un grupo especial de presos en Auschwitz, en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial.

Creo que no soy ni he sido —ni seré— la única persona que preste particular atención a este periodo de la Historia de la Humanidad. El hombre había evolucionado, había creado un mundo a su imagen y semejanza, había desarrollado un sentido de la ética, los principios y la moralidad, aplicable a la era moderna del progreso industrial y científico. Tras una guerra mundial de tintes colonialistas, fundamentada en la creencia de la superioridad de la civilización como raciocinio, equilibrio y virtud, el ser humano llegaba a expandir los límites del horror y la conciencia del mal hasta el punto de provocar que sesenta y seis años después a cualquiera se nos cierre la boca del estómago de sólo representarnos mentalmente el testimonio de algún superviviente. Habría tanto acerca de la naturaleza humana que analizar a través de los numerosos relatos de los que lograron vivir para contarlo que probablemente una vida no diera para tratarlo todo con justicia y suficiencia. Y para eso tenemos el cine.

De La zona gris (The Grey Zone, 2001) no es posible extraer un momento que condense el mensaje completo de la totalidad del filme. O al menos, así es a mi juicio. Tengo dificultades para quedarme con un momento impactante; pierdo el reflejo del pestañeo con la secuencia que nos ofrece a una rudimentaria orquesta de presos tocando Rosas del Sur, opus 388, de Johann Strauss, marcando el compás de una interminable fila de personas de todas las edades, clases y estaturas, que avanzan lentamente hacia el túnel que conduce a las duchas. El plano se abre y vemos cómo la cola de gente que espera pacientemente la hora de su muerte, ganando terreno seguro con cada paso, rodea el edificio. Lo vemos en un plano picado de situación, en el que podemos apreciar cómo la chimenea no cesa de expulsar nubarrones de humo y llamas a la vez que los pies de las personas, ya pequeñas, abajo, sostienen sus voluntades, bien adormecidas por el terror o por la entrega.

Pero, tras unas horas de reflexión, en este preciso momento, auparía como reina de la síntesis, de la película y casi de la naturaleza humana, la escena en la que Hoffman, el personaje interpretado por David Arquette, se lo cuenta «todo», usando sus propias palabras, a la adolescente rediviva de entre las víctimas de la cámara de gas y rescatada por sus propias manos antes de morir quemada viva.

Empecemos por un plano aéreo general y descendamos poco a poco al plano detalle, mejor.

Auschwitz Birkenau, dentro del complejo el campo más severo y conocido, albergaba los crematorios y las cámaras de gas donde se eliminaban los restos de los presos judíos y que, a finales de 1944 casi no daban abasto. En marzo de ese mismo año las tropas nazis —me niego a escribirlo en mayúsculas, por repugnancia y por lo común de sus instintos depredadores en el reino animal— habían invadido Hungría, y los deportados a este campo desde aquellas tierras casi no tenían tiempo de soltar la maleta antes de ser gaseados o muertos por un disparo. Los rusos se acercaban con paso firme —tan solo tres meses después de los sucesos narrados en La zona gris, entraban en el campo las tropas aliadas— y lo metódico del carácter alemán había ideado una disciplinada y astuta estrategia para hacer desaparecer a la mayor parte posible de prisioneros judíos en lo que podría pasar tanto por un intento de culminar la operación Solución Final como por una desesperada maniobra de ocultación de pruebas. Tal y como la película narra, el fin de esta II sección del complejo de campos de concentración, Auschwitz Birkenau, era el exterminio de los que allí llegaban, a excepción de algún elegido para trabajos en el resto de campos o para los experimentos médicos de Joseph Mengele. Gracias al testimonio de su cirujano adjunto y ayudante judío, Miklos Nyiszli, se ha podido reconstruir el hilo de los acontecimientos expuestos en La zona gris.

The Grey Zone pretende llamarse así, poéticamente, por el color de las cenizas que se desprendían de las bocas de los hornos crematorios y se colaban por entre las fosas nasales, los oídos y los lagrimales de los ‘privilegiados’ prisioneros que incineraban los cuerpos sin vida de sus propios compañeros, de sus propios familiares, incluso. Antes de entrar en las duchas, les habían tranquilizado y dado instrucciones para recuperar sus pertenencias a la salida. Tras la ducha de Zyklon B, la cámara se oreaba un par de horas antes de que los sonderkommandos limpiaran con agua a presión los cuerpos, liberándolos de orina, heces, sangre y, de paso, de todo objeto de valor desde un anillo hasta una muela de oro.

Pero La zona gris es también un lugar donde no existe ni la saturación absoluta de todos los colores del espectro presentes —el blanco— ni la ausencia total de cualquier longitud de onda lumínica —el negro—. Es un lugar donde el científico no se posiciona ni juzga, sólo considera un sacrilegio desaprovechar tanta información médica que podría contribuir al avance de las técnicas genéticas y quién sabe qué más aspectos de la medicina. Es allí también donde el guardia que tortura considera un derecho el envenenarse a sí mismo —«Ambos elegimos vivir y hacer lo que hacemos. (…) Tú hiciste tu elección», espeta el mayor de la SS encargado de los sonderkommaders al médico protagonista, Nyiszli, cuando éste intenta advertirle de la relación entre sus dolores de cabeza y la constante exposición a los restos del gas letal—.

En una zona gris habitan todos los personajes del mundo, y ese es el despertar a la conciencia que nos regaló la Alemania de después del 33. El horror generado por el régimen nazi, por el Führer y por cada uno de los que no se negaron a seguir órdenes, nos mostró la ambivalencia de la naturaleza humana, los confines de las capacidades hirientes del hombre, la cara oculta de sus instintos, el Hobbes frente a Rousseau.

Aunque podría parecer que ninguno de nosotros ha sabido extraer las enseñanzas ocultas en los sucesos que se derivaron del establecimiento del Tercer Reich, a mí me gusta pensar que, por la tercera ley de Newton, toda acción despierta el movimiento contrario con la misma intensidad.

La realidad supera la ficción, dicen. Y de entre tanto sufrimiento y deshumanización se elevaron algunos espíritus, no tanto por heroicidad como para liberarse de sus cargas. La insoportable culpabilidad del superviviente, entre los miembros de los sonderkommandos se tornaba en agonía, y es así que comienza la historia reconstruida y filmada: con la agonía de un anciano a quien el médico del campo revive para presenciar segundos después cómo un compañero compasivo ahoga con una almohada.

Más tarde, cuando a Hoffman se le encargue la custodia de la adolescente húngara que sobrevivió a la cámara de gas y que él mismo salvó de la incineración, comprenderemos cuán necesario era restarle hasta el último aliento a aquel anciano.

Los miembros del duodécimo sonderkommando de Auschwitz Birkenau, a inicios de octubre de 1944, realizaban sus tareas con docilidad y paciencia, llevados por el convencimiento de que podrían llevar a cabo una última elección: el modo en el que morirían. A través de un entramado clandestino, las mujeres asignadas al montaje de armas desviaban pequeñas cantidades de pólvora y piezas de artillería, ocultándolas entre los cuerpos de las que caían abatidas al cabo del día. Ellas también se enfrentaban a su propio dilema moral: si eran descubiertas, todo el barracón sufriría las consecuencias, sin que muchas de las que descansaban entre las literas hubieran decidido tomar parte. Pero, ¿qué más daba, si las matarían igualmente?

Los sonderkommandos recogían los cadáveres y sacaban de entre sus ropas y orificios los explosivos con los que tenían pensado volar los crematorios, inmolándose, antes de que se cumpliera el tiempo establecido para cualquier preso en un comando de ‘limpieza’ —cuatro meses— y los eliminaran. El 7 de octubre del año 44 estallaría el Crematorio IV, y todos los presos relacionados con tal acción, doscientos cincuenta en total, serían ejecutados de inmediato.

Sin embargo, dentro de esta inquietante trama de relaciones basadas en la aceptación de los roles víctima y verdugo, en la necesidad vital más básica, en la cotidianeidad del horror, existe una nota discordante que provoca cierta confusión en el espectador: ¿por qué mantienen con vida a una adolescente húngara?

Tras haber asesinado a golpes a un judío húngaro de mediana edad que se negaba a entrar en las duchas dócilmente o a entregarle su reloj, Hoffman permanece sentado en el suelo, espantado de sí mismo y por los incisivos gritos de aquellos que perdían la vida entre espasmos, desnudos en el suelo de azulejo, al otro lado de una puerta convenientemente blindada. Y cuando ha de levantarse y moverse —porque eso es lo que hace un autómata desprovisto de su condición humana, moverse y respirar por inercia, cuando se lo ordenan, sus instintos o alguien más fuerte— para despojar de pertenencias los cadáveres desparramados por el suelo de la estancia, encuentra a una joven que aún respira. Como empujado por un imperativo vital logra rescatarla de las llamas apelando a los ojos de su compañero Max: «Nosotros no matamos.» Y no es necesario decir más.

Tras llamar al doctor, reunir a los compañeros, revivir a la muchacha y ser descubiertos en un vestuario por el mayor intendente del sonderkommando, todos se ven envueltos en una especie de obsesión colectiva por mantenerla con vida. Y volvemos a Hoffman, a solas con una recién llegada de la muerte de tan solo catorce años de edad. Sus ojos son oscuros y enormes, y hablan por ella, ya que su garganta no es capaz de emitir sonido alguno. Como un animal paralizado por el temor, escucha al hombre que vio golpear hasta la muerte, por un reloj, a uno de sus mayores, mientras éste se sienta y comienza con voz temblorosa y mirada ansiosa:

«Solía pensar mucho en mí, y en lo que hacía con mi vida. Ninguno de nosotros sabe de qué es capaz, ninguno. ¿Cómo puedes saber lo que harás para mantenerte vivo antes de que realmente tengas que hacerlo? Ahora lo sé. Para muchos de nosotros, la respuesta es cualquier cosa. Es tan fácil olvidar quiénes éramos antes, quiénes no volveremos a ser nunca. Y luego está aquel viejo que empujaba los cadáveres al fuego. En su primer día, encargado de incinerar a las personas de su propio convoy, el cadáver de su esposa fue cargado en su cinta desde el montacargas. Y luego su hija, y luego sus dos nietos. Les conocía, éramos vecinos. En veinte minutos, toda su familia y todo su futuro abandonaron esta tierra. Dos semanas más tarde se tomó unas pastillas y fue revivido. Lo ahogamos con su propia almohada. Y ahora sé por qué. El suicidio es la única elección que nos queda.

»Quiero que te salves. Quiero que vivas más de lo que he querido nada nunca. ¿Comprendes lo que quiero decir?»

Y, con un único gesto afirmativo, una inocente liberó la culpa del cuerpo de no muerto del sonderkommando.

Todos querían mantener con vida a la joven húngara incapaz de hablar y de mirada abismal. Todos querían recibir la absolución simbólica de salvar a una criatura inocente y pura, a costa de lo que fuera; una criatura que comprendía el dolor que cargaban sus esqueletos, su incapacidad para desear seguir viviendo tras haber escuchado los ruegos de aquellos a los que conducían a la muerte, e incinerado sus miles de cadáveres a cambio de vodka, sábanas limpias, y cuatro meses más de vida.

Incluso el doctor, cuyas prerrogativas le hacen ajeno a lo descarnado del alma de estos hombres que no quieren seguir con vida tras la liberación, descubre los planes de motín —si bien a medias— al mayor de la SS gerente del sonderkommando, a cambio de que la chica no muera. Y este así lo cumple. El mayor cumplirá con su palabra hasta que sea necesario mantener la ilusión…

Tras hacer saltar por los aires uno de los crematorios, los presos que sobrevivieron a la explosión, dos centenares y medio de hombres, fueron dispuestos en filas, uno a uno, bocabajo, mientras un soldado alemán avanzaba lentamente entre los ordenados regueros de cabezas, disparando un solo tiro en cada una de las sienes. «Hicimos algo»: con esta frase se despiden Hoffman y Max Rosenthal el uno al otro.

Todo esto sucede ante la mirada ya sin fondo de la virgen judía rescatada del inframundo; y todos ellos mueren con el convencimiento de que rescataron una vida; una sola vida que comprendería su sufrimiento, sus elecciones y su sacrificio.

Y una se pregunta, cuando la joven rodeada de soldados de la SS avanza tímidamente al principio, con premura más tarde, por el camino de salida del campo; una se pregunta, cuando, tras ver al mayor amartillar su parabellum luger , el cambio a un plano subjetivo le adelanta la muerte de la muchacha por un certero disparo; una se pregunta qué sentido tiene la corta existencia que le regalaron aquellos presos a una adolescente húngara. ¿Para quiénes vivió sus últimas horas, aquella criatura horrorizada?

4 comentarios:

  1. Gran bautismo, querida Lucy, aunque al acabar de leerlo me he tenido que dar una ducha de agua fría... ¿Para cuando la continuación? Tengo la sensación de que te guardas la artillería pesada para la segunda parte, ya sabes, ideas del estilo de las que aventuras en el último párrafo ("...considera un sacrilegio desaprovechar tanta información médica...") y que hacen que la gente se eche las manos a la cabeza. Que sea pronto. Y mientras tanto, larga vida a las grandes esperanzas.

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  2. Dear Antuán, próximamente te miraré a los ojos, espero que con una cerveza en la mano, y verás lo profundamente honrada que me siento de que mi primer comentario haya sido el tuyo... ;-P
    Ya he publicado la segunda parte. Me temo que no podría desarrollar tantas ideas como quisiera en una sola entrada sin convertirlo en un mini ensayo acerca de la visceralidad, las miserias y la heroicidad humanas. Intentaremos seguir en ello con cada una de las entradas, compañero hurgador de resortes.

    Disfrutadlo todo, lo que se os viene, y brindad por los que no podremos estar! ;-P

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  3. Ya le hubiese gustado al idiota de Norberto Mínguez escribir algo así. Enhorabuena.

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  4. Emocionada me hallo, Helen. Agradecida por las vueltas que da la vida. Esperanzada por las zonas en las que nos esperaremos... ;-P Muchas gracias.

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