miércoles, 14 de diciembre de 2011
miércoles, 17 de agosto de 2011
Queridos amigos papistas y peregrinos,Ahora es cuando os envidio de veras. Cómo querría en estos momentos encontrar una verdad consistente a la que asirme y entregarme sin reservas, algo que me pudiera serenar el espíritu, que supiera explicar cómo un cristiano, que defiende valores de solidaridad con el necesitado, justifica y defiende con uñas y dientes el gasto desmesurado en fastos y boato, a costa de recortar necesidades básicas a los que menos tienen.Somos mucho más parecidos de lo que creéis, incluso el movimiento indignado del 15M y el movimiento cristiano original tienen muchos puntos en común. Dar de comer al necesitado es un precepto puramente cristiano, nacido de la opresión de un pueblo sometido a un poder desmesurado y grandilocuente. En algunas zonas fueron tolerados en sus inicios, hasta que descubrieron que amenazaban al estamento dominador. Es tan viejo como el hombre, la necesidad de pedir justicia.Nos habréis de perdonar —y estoy segura, que me tachen de optimista, de que a estas horas estaréis, los guías espirituales instando a los más jóvenes a comprendernos, y algunos de los más jóvenes lo estaréis intentando, e igual alguno lo consigue— si se nos va la mano coreando lemas irreverentes alguna vez. Ojalá hayáis vivido una experiencia con la que comparar nuestra situación. Ojalá. Ojalá fuérais capaces de compartir el dolor de ver cómo se recortan derechos básicos de acceso a vivienda, sanidad o educación y material escolar a tus semejantes mientras una fastuosa celebración multitudinaria recibe privilegios, a pesar de que todos hayamos votado que no sería así en ningún caso, únicamente por ser la ideología imperante entre los miembros del gobierno. O por presiones de poder. O por lo que sea.Ojalá tuviérais la gran generosidad de espíritu de poneros en el lugar de los habitantes del país que estáis visitando, o de vuestros conciudadanos. No de todos, por supuesto; me refiero a la parte que no está de acuerdo con esta visita. Los que salimos a la calle a decíroslo, porque estaría bueno que pretendan hacernos creer que la educación, la sanidad y la vivienda no son necesidades tan urgentes para invertir nuestros impuestos como lo es la visita propagandística, que no tiene otro fin —o me lo explicáis—, de un líder religioso que, según nuestra constitución, no nos representa —que no estamos en contra de que vengáis vosotros, a título personal. Mientras el coste de la visita lo costee la Iglesia, o cualquier otro que no sean nuestros derechos básicos—; y los que no salen a la calle porque no se creen con derecho a decirlo en voz alta. Tal es la educación católica que pesa en nuestro país.Ojalá supiéramos todos separar la fe espiritual de los valores esenciales que conforman el cuerpo de una religión de las estrategias totalizadoras que perpetúan los estamentos para poder vivir a costa de su rebaño.A mí, la rancia religión católica y sus preceptos actuales, no los principios originales del cristianismo, se me antojan similares a las ataduras que rodean emocionalmente a lo que hoy en día llaman una ‘víctima de violencia de género’. Alguien te dice que eres culpable por algo que jamás podrías reparar, puesto que no está en tu mano —cómo se sostendrá entonces que esté en tu mano hacerlo—; alguien te dice que la manera en que eres, cómo funcionan tus mecanismos biológicos, es sucia y es necesario dominarla. Él te guiará. Porque tú no eres lo suficientemente responsable como para elegir lo que es bueno o malo, él te lo dirá. Se responsabilizará de tu vida: si sigues el camino, cuando cometas un pecado te absolverá a cambio de una pequeña penitencia, que ellos saben valorar exactamente el peso de tu alma y tu dolor, y si llevas a cabo buenas obras, el mérito sólo te pertenecerá a ti. Buen trato, ¿no? Al final todo termina bien, porque vas al cielo y te salvas. Aunque como para ese entonces estarás muerto, en vida nunca sabrás si están en lo cierto. Ah, que ahí viene lo de la FE. Con mayúsculas, porque a mí me parece una jartá de fe.Pero ese no es el punto que intento defender. Evidentemente soy un ser humano, y, al no ser católica ni tender a la divinidad ni al infinito, tengo bastantes defectos y mis pasiones me dominan aunque intento razonar, la mayoría de las veces. Tengo mucha inclinación al sarcasmo y el descreímiento, y en ocasiones mi tono puede estar teñido de condescendencia y soberbia, cosa que intento evitar. Os pido disculpas por todas aquellas veces en las que no lo he logrado. Soy muy inflamable, irreverente y reacciono de forma brusca cuando me indigno. Suelo parecer bastante terca. Digo parecer porque, aunque no te dé la razón, al irme a casa, rumio todo lo que me has dicho e intento contrastarlo con los datos y experiencias de mi pobre percepción y mi limitado razonamiento humano. Al no tener un dios que me expíe, suelo ser bastante estricta en mis principios, pero sólo conmigo misma. Por esta razón, en ninguno de los dos casos, ni en el de las víctimas de violencia de género —quienes por cierto sufren en silencio los golpes físicos o psicológicos de su agresor, pero no intentan convencer a sus vecinas de que ahí reside la salvación—, ni en el de los creyentes en la Iglesia católica, soy intervencionista en absoluto. Allá cada cual con lo que permita con sus cuerpos y mentes. A mí no me hace daño, si ambas partes han elegido libremente.Pero —vuelvo a los inicios, tal es mi perplejidad por el asunto— soy absolutamente incapaz —sí, achacádmelo a mí también, es una incapacidad mía— de ponerme en vuestro lugar, de comprender los procesos lógicos que os llevan a defender la oportunidad de esta visita y los privilegios que mantenéis frente a los que la soportan económicamente. No, si, aunque jamás lo admitáis en público, seguís creyendo en vuestros fueros internos que el mejor destino de esos 25 millones de euros —que nos admiten que va a costar la visita de vuestro papa— es éste, y no el restablecimiento de la partida destinada a educación infantil, suprimida este año por falta de fondos en la Comunidad de Madrid, por ejemplo. Sé que cuesta, pero intenta ponerte en mi lugar. Imagina, usa tu poder de imaginación para hacer un esfuerzo verdaderamente humano e incluso de hermanamiento y comprensión, e imagina que todos aquellos a los que amas, tachados de antinaturales o insolidarios por otros que profesan otra fe, no llegan a final de mes, no pueden comprarles libros a sus hijos, sufren largas listas de espera o recortes en la atención sanitaria porque no hay dinero suficiente, según sus gobernantes. Y estos mismos gobernantes destinan una sustanciosa suma, días después de haber subido escandalosamente el precio del transporte, a la visita del líder religioso que proclama ‘verdades’ que a ti te resultan hirientes. Las personas que ves a diario sufrir por falta de recursos tienen que pagar, además de la crisis generada por bancos y gobernantes, un billete de metro a coste un 50% más caro, pero los invitados sólo pagan el 80% de ese precio total. Por retratar uno solo de los agravios comparativos se podrían citar. ¿No perderías las formas? ¿No te verías inundado por una oleada de impotencia ante la injusticia ni te verías impulsado a salir a la calle a gritarlo? Si no es así, enhorabuena: estás hecho de mármol y te mereces ese paraíso al que optas por una vida de culpa. Toda mi admiración por el dominio y control de ti mismo. Yo he sido incapaz.El rechazo a la injusticia social, ese sentimiento humano de solidaridad y conmiseración, que no compasión que no me gusta, es lo que ha hecho avanzar a la civilización humana, lo veáis o no. Como que el cielo es azul, mucho más claro que la santísima trinidad, dónde va a parar. Los sentimientos de resignación, sometimiento y confianza en un poder superior —los valores que sustentan esta visita— jamás han guiado los pasos del hombre hacia delante. Más bien al revés: todas esas conciencias repletas de culpas pequeñas, que aceptan no razonar ni criticar al de arriba, por miedo a los demás o a sí mismos, a perder la aprobación del otro o la salvación eterna, entretejen la trama de conformismo de la que se nutren los agentes de poder. Este dios, el de El Vaticano, os ama, sí, aunque si todos no podéis ser ricos, os prefiere pobres, resignados y adoctrinados.Pero si no lo veis, esa no es mi lucha. Me encantaría que pudiérais entender que no se daña vuestra fe ni vuestras creencias pidiendo que los estamentos dominadores de la iglesia católica vivan de acuerdo con vuestras sagradas escrituras y entreguen al pueblo lo que es del pueblo, fruto de su trabajo. Pediros que seáis consecuentes con esa sencilla solicitud de decencia humana tampoco creo que sea para tanto; mucho menos si me decís que podríais permanecer impasibles ante una injusticia feroz y no sucumbir a las pasiones humanas. Si lográis tal compostura, esto será pecata minuta para vosotros.Ojalá.Al menos, a mí me queda el consuelo de admitir —porque sí, ya lo he dicho antes, aunque no lo parezca, las discusiones con personas a las que amo terminan por dejarme poso— felizmente, dicho sea de paso, que puedo llegar a comprender y admirar la labor de cristianos de base como los ciento veinte curas madrileños que han rechazado una visita de su líder que es ‘una demostración de poder’ y no de solidaridad, según sus palabras. Pues no los he nombrado hoy veces, no; pues no estaré yo orgullosa, de personas con las que comparto tan poco, en un primer vistazo.
viernes, 22 de julio de 2011
Por fin el día llegó. Y acto seguido, se esfumó.
Como cada vez, se despertó en medio del mismo sueño de cada lustro: remolinos de pétalos de mil especies distintas de flores la envolvían. Inmóvil, con los ojos entrecerrados, los diminutos y coloridos pétalos se le enredaban en las pestañas; era consciente de que el dibujo sería claro para cualquiera situado a dos mil metros sobre su figura. Pero ella no podía darle forma, desde el centro del cálido huracán.
Al abrir los ojos, la visión se esfumó aunque siguiera allí. Cada músculo acogía el calor del día señalado con la gratitud que conceden cuarenta y tres mil ochocientas horas de espera. Se desperezó y estiró los dedos de las manos y de los pies. Respiró y percibió el ligero aroma a naranja y cilantro que siempre acompañaba su llegada.
Calentó agua, la perfumó con orquídeas y, como siempre y a pesar de la serenidad que aplicaba a sus movimientos, se quemó los dedos al tocar las asas de acero del perol. Aunque tenía dispuestos y preparados varios paños al lado del fuego, en el último momento parecía olvidar, por costumbre, protegerse del calor con ellos.
La luz de media mañana y el rumor de las ramas de las higueras agitándose con la incipiente brisa veraniega se ocuparon de crear la estampa estival acostumbrada mientras sumergía su larga melena en el baño aromático.
Tras frotar con calma y mimo cada palmo de su cuerpo con agua y jabón, ungió la cara interna de sus extremidades con aceite de prímula y magnolias, macerado durante meses, como si de un rito mortuorio se tratara. Cada vez le asaltaba ese mismo pensamiento, y cada vez sonreía ante lo acertado de su ocurrencia, desgastada de tanto pretender ser original.
Con el cabello trenzado, los ojos transparentes y descalza, caminó durante horas bajo un sol que a otros les habría parecido despiadado y que a ella le hacía cosquillas en los pómulos y la nuca. Caminó y caminó, y ascendió por escarpados caminos, atravesó el bosque y el valle, y siguió el curso descendiente del arroyo. Sintió de forma alterna las piedras y el limo en las plantas de sus pies, mientras por sus pantorrillas y muslos le trepaban las fuerzas que había ido perdiendo con el olvido de la última vez que recorrió aquel camino.
Llegó hasta el montículo elegido y subió y subió, sin detenerse, respirando hondo y pausadamente, sintiendo cómo cada articulación soportaba el peso de su existencia y lo empujaba con ligereza a través de senderos esculpidos con los pies de alguien muy parecido a ella; con sus propios pies.
Y nada más coronar la cima, ocurrió. Las corrientes de aire que la habían ido acompañando, jugando con sus dedos y susurrando en idiomas extraños, se fortalecieron e hicieron silbar las agrupaciones arbóreas al pie. Con ellas ascendía una melodía cristalina y especiada. La fuerza centrífuga del viento le retorció el vestido celeste y le salpicó la cara de mechones castaños que se resistían a guardar las formas. La electricidad estática vino y se fue. Como si se encontrara en el mismo vórtice del mundo, percibió cómo el conocido géiser aéreo la atravesaba vaciándola de todo contenido, y su carne comenzó a cobrar sentido.
Entonces dejó de pensar. Y no pudo saber si llevar la cuenta de aquel segmento temporal en minutos, semanas o meses. Lo que supo, al cesar todo movimiento dentro y alrededor, es que había de volver a bajar para comenzar a olvidar, esperando, con alegría y tesón, a que volvieran a transcurrir los mil ochocientos veinticinco días de rigor.
Desde allí arriba todo podía verse con claridad, y sin embargo, de la misma manera que un observador con la nariz pegada a un lienzo de Roy Lichtenstein no puede distinguir más que algunos puntos de colores, nunca sería capaz de percibir nítidamente la forma del que la poseía, cada cinco lustros, en lo alto de aquella colina.
domingo, 26 de junio de 2011
Os pido perdón pero I need to break free...
sábado, 18 de junio de 2011
Verás como estás, aun sin estar
Puede ser que vivas en Sidney.
Puede ser que trabajes para una multinacional trasnacional de redondos y sólidos beneficios.
Puede ser que creas que ya has pasado por todo, que todo está inventado; puede ser que te hayas creído algunas o todas las mentiras que nos contaron.
Es posible que tengas un pequeño negocio, o que trabajes para todos, en un servicio público. Puede ser que tu trabajo te estrese o lo mismo es el motor de tu vida.
Aunque es improbable, también es posible que no hayas oído hablar de que en España, la gente comenzó a moverse, cual reverberación islandesa, para agitar las conciencias y los estómagos de todos nuestros vecinos.
Las conciencias, esas que tenemos adormecidas pero decoradas profusamente con coloridas cápsulas de café, princesas del pueblo y de barrio, botas de oro y toneladas de drogas de todos los tipos.
Los estómagos, en donde tenemos que digerir las estructuras de un sistema que nos agota los cuerpos y los espíritus, tolerable únicamente gracias a las píldoras de satisfacciones inmediatas de las que nos alimentamos. No voy a mentir, no he visto en cifras la progresión de las afecciones estomacales en occidente en los últimos cincuenta años. Tampoco he visto la de los problemas y dolores de espalda, derivados de cargar con la roca de Sísifo a diario —una media de cuarenta horas semanales, con descansos vacacionales los más afortunados; y todavía escucho por ahí decir que ‘el trabajo es el trabajo, y la vida personal, otra cosa’. Será que sus células detienen los procesos de oxidación en horario laboral. A mí no me pasa— y constantemente con el mundo entero, sobre los hombros. La completa y esférica bola planetaria.
O podría ser que hubieras visto algo de lejos, de casualidad, a través de la televisión o al leer un periódico. Igual no te sientes afectado, o sigues pensando que tus prioridades son tus obligaciones diarias, que para qué, si tampoco van a pasar lista, y ya seremos muchos.
Existe la posibilidad de que estés en un lugar alejado de cualquier ánimo y contacto humano, como aquel español manifestándose solo en Siberia, o que te toque trabajar, o que simplemente necesites descansar.
Verás, no pasa nada, igual puedes estar. Sin ir, pero estar.
Lo que ocurre es que el movimiento 15M o como lo llames tú, que cada uno les ponemos nombres distintos a las cosas, no está únicamente en la calle, los domingos y las fechas señaladas; tampoco está solamente en la comisión de infraestructura o la de pensamiento, ni siquiera está en todos los que lo apoyan, de una u otra forma. Está en todos, hasta en el señor Botín. Dentro del señor Botín hay otro señor Botín más pequeñito —se me hace difícil ponerle diminutivos, sorry— desgastado de tanto luchar por salir, al que las decisiones complicadas (popular eufemismo que alude a cuando tenemos que elegir entre hacer lo correcto y dejar de recibir beneficios, o joder al prójimo con todo el dolor de nuestro corazón) le han aplacado el espíritu de lucha.
Que qué le vas a hacer, esas son tus circunstancias, pero no puedes ir.
Puedes, podrías, si quisieras, preguntarte honestamente si este modelo de vida es el que realmente deseas para tus hijos, nietos; para ti, ahora mismo.
Igual no lo sabes, pero las manifestaciones, las concentraciones, en realidad, son por y para los que vamos. Es sólo una forma de reconocernos en el otro y reconfortar así nuestro ajetreado estómago, de tomar aire y aliento para continuar con el esfuerzo de llevar vidas conscientes. Ven, mira cuán distintos somos y cómo nos guía el único propósito de mejorar, y vuelve a tu camino sintiendo cómo cada uno de tus pasos configura lo que eres y lo que serás.
Hoy, domingo 19 de junio, podrías estar trabajando, fuera del país o alejado de cualquier indicio de urbe; igual has firmado por las reformas de la ley electoral y la ley hipotecaria, igual no. Lo mismo llevas dos días de fiesta y el domingo te lo pasas durmiendo, qué voy a saber yo.
Pero de lo que estoy segura es de que en realidad no deseas vivir en una sociedad en la que prima la ambición sobre la honestidad, el valor monetario abstracto de un listado de empresas sobre el valor real de una persona, el enriquecimiento de cuatro familias a costa de cuatro millones, los intereses bancarios y corporativistas de los que obtienen beneficios directamente —y en progresión geométrica— de nuestro esfuerzo y salarios muy por encima de la sanidad y la educación que financian nuestros impuestos.
Aunque no sepas de qué va el pacto del euro, aunque tengas plan de jubilación, seguro médico y sigas creyendo que en la vida nada cambia; aunque no sólo no estés de acuerdo sino que incluso te pronuncies radicalmente en contra de los enunciados que se desprenden del movimiento y todos sus integrantes, no podrás dejar de sentir, al ver de reojo alguna imagen o al llegarte al oído alguna noticia, una chispa de empatía y un ápice de identificación.
La explicación es sencilla, y dolorosa para los que se sostienen sobre la tela de la araña financiera, sobre todo si la comprendemos los demás: no puedes evitar simpatizar con la señora que se planta ante un furgón de los mossoss, porque, aunque se empeñen en convencerte de que eres una máquina de producir, de consumir, o un número, dependiendo de cuál de los principales directores de escena que tenemos que sufrir te mire, no puedes escapar de tu condición humana: eres único, sí, y tus impulsos y emociones sostienen todas las casas en la rivera francesa que puedan pagar 2.000 millones de euros en una cuenta suiza.
Bueno, también hay otra explicación… tenemos la razón, y lo sabéis.
(Imagen tomada prestada, con gran agradecimiento, a Javier Albuisech, http://ink-love-music.blogspot.com/)
jueves, 19 de mayo de 2011
Grandes Esperanzas, por fin
Si este blog se llama Grandes Esperanzas es, en una mínima parte por la obra de Dickens, en su mayoría por las grandes esperanzas que desde hace años he mantenido de que la voluntad humana sea mayor que la desidia global. Y estos días, todos los que en silencio e individualmente hemos sostenido esa secreta esperanza, la estamos viendo cumplida.
Cuánto tiempo llevamos en mi casa —en mi círculo, a mi alrededor— discutiendo acerca de la necesidad de un cambio real, un cambio individual, una involucración directa de la ética personal y la conciencia de cada uno. No se trata de que votemos al mismo partido, ni de que creamos en las mismas cosas. No se trata sólo de la corrupción, del bipartidismo, de la ley electoral o de la crisis hipotecaria. Tampoco es únicamente que el talento no llegue nunca arriba, porque sólo interesa que el incapaz gestione, no vaya a ser que el que sabe tenga un ramalazo de honestidad y arrastre a los cuatro que se alimentan de los cuarenta millones.
Se trata de caminar hacia una sociedad en la que nuestros hijos no encuentren justificable —y preferible a la alternativa de estudiar Comunicación Audiovisual— tener sexo ante unas cámaras para poder ganarse después la vida de contertulios en un programa de televisión. Una sociedad en la que el beneficio económico o el miedo a la indigencia no justifique cualquier medio, cualquier comportamiento. Detrás de los políticos que no gravan a las empresas ni a los millonarios, que permiten el rescate de la banca y la sangría al ciudadano de a pie, estamos TODOS. Todos los que nos plegamos a las normas de nuestro banco, que nos elimina las comisiones cuando cobramos tres mil euros pero nos pone mil más si estamos en paro, cobramos el día 10 y tenemos descubiertos; todos los que comprendemos que uno se gane la vida a costa de la explotación, de la enfermedad, de la especulación, del engaño, porque ‘aquí cada uno se tiene que buscar la vida como pueda’.
¿Por qué nos parece normal que nos pidan una licenciatura, un máster e idiomas para ejercer un puesto con 800 euros de sueldo y que, sin embargo, nuestro jefe de gobierno necesite un intérprete para hablar con otros dirigentes? ¿Por qué cuando acompañamos a un enfermo en un hospital y vemos que en la cafetería los precios son desorbitados decimos ‘es normal, se aprovechan porque no hay nada más alrededor’? ¿Es que hemos aceptado que la explotación de las miserias humanas es lo que mueve nuestro mundo?
La revolución ética debe partir del epicentro personal de cada uno. De la honestidad, de elaborar el propio camino paso a paso, intentando ser consecuente con las creencias personales. Y digo ‘intentando’, porque parto de que el ser humano es imperfecto y nunca logrará una utopía homogénea, ni siquiera en su propia vida. Las contradicciones nos construyen.
Me vais a disculpar todos si esto es lo único que puedo escribir —y si lo hago apresuradamente, y no demasiado bien— acerca de lo que ocurre a diez minutos de donde vivo; porque en realidad la conmoción nos ha golpeado a todos en el estómago. Tachadme de mema o de ilusa, pero si estas noches apoyo la cabeza en la almohada con un nudo en el estómago y los ojos a rebosar es por el orgullo y por la satisfacción (sí, sí, hago mías las palabras de Su Majestad, que son más mías que suyas, de tanto oírlas y tanto financiarlas) de ver materializados los ideales que mi padre y mi madre, a sabiendas unas veces, y otras sin intención, me inculcaron en mi infancia. Es por ellos que voy a Sol cada atardecer; por ellos y por todos aquellos que critican, que miran hacia otra parte, que están demasiado ocupados con sus vidas 'reales' para involucrarse en algo que consideran que no les afecta. Yo prefiero pensar que son estos últimos los ilusos, y no yo.
Pero eso sí, los demás no podemos permitir que el derrotismo nos paralice y bloquee. Lo que escucho, una y otra vez, en las afueras de Sol es el mismo argumento: ‘Pero ¿vosotros pensáis que se va a conseguir algo?’. Mirad, de momento, hemos conseguido un paso hacia el consenso: la mitad de España cree que es posible, y la otra está inoculada del virus del escepticismo, que sólo ayuda a la permanencia del status quo; el peor que hay, el que te hace enfermar de descrédito de tu propia voluntad humana, el que te convence de que tú no eres nadie, de que no puedes, de que siempre perderás. Los que vamos a Sol, y aquellos que permanecen día tras día, igual morimos sin llegar a nada, pero lo haremos de pie.
Dejadnos soñar, al menos; dejad que nuestro espíritu se alimente de la ilusión de ver a nuestro prójimo cada vez más cercano. Dejadnos creer que entre todos, podemos.
sábado, 7 de mayo de 2011
Cóctel Party de Verano Imaginario
domingo, 10 de abril de 2011
Tarde sin sentido
Veo y escucho, en el episodio sexto de la segunda temporada de The Wire, a un personaje de ficción, Omar —un honorable ladrón de traficantes, homosexual y con carisma—, responder al abogado defensor, que intenta desvirtuar su testimonio:
—Usted es amoral, se alimenta de la violencia y la desesperación del comercio de las drogas; roba a los que a su vez roban la vitalidad de esta ciudad. Es usted un parásito que se aprovecha…
—Exactamente igual que usted. Yo tengo mi pistola, usted tiene su maletín. Pero todo forma parte del mismo juego.
En otro momento, otro día, podría haber encontrado un motivo de comunión con la especie humana en este gesto, en estas breves líneas de un guión que alguien totalmente ajeno a mí, con quien probablemente no me encuentre en toda mi vida, escribió un día.
Sin embargo, hay tardes en las que una no tiene ganas de levantarse y sonreír como enconado y persistente método de rebelión pasiva ante la impotencia que habría de comérsela a una por dentro.
Que el mundo funciona como un extraño mecanismo marítimo —la mierda flota y se encuentra en mayor cantidad cuanto más subes—, que los dictados de los mercados pesan más que las vidas humanas, que los incapaces se rodean de sus semejantes y expulsan a aquellos que podrían hacer evidente la diferencia —sin plantearse las repercusiones de sus acciones, que el esfuerzo de reflexionar es imposible de asumir en ciertos casos—, que las mayores empresas del mundo se nutren del sufrimiento ajeno, que la totalidad del engranaje social está destinada a vender falacias y recolectar productividad ajena para que cuatro puedan derrochar recursos mientras cuatro millones se mueren de hambre… Todo eso lo llevabas bien. Cada día te levantas, te alimentas y te untas de hidratante nutritiva, y disfrutas de tus cosas mientras tarareas una canción. Y en tu mundo nada ni nadie puede penetrar, el brazo más largo no puede alcanzarte.
Pagas tus facturas, para lo cual manejas siete bolas en el aire en un circo de tres pistas, ves cómo los más débiles se desmoronan ante un billete y cómo la realidad que te rodea es únicamente una gran y reluciente fachada con avanzadas pantallas líquidas sensibles a la temperatura ambiente. Todos compran enormes cajas de lujoso envoltorio, con brillantes colores y atractivas texturas, cuyo contenido, de existir, no tendría gran importancia para ellos.
Y llegas a casa, y limpias el polvo del salón, y planchas la ropa y haces la comida; y te pintas las uñas de los pies, y le echas suavizante a la colada para ver si el olor y el calor de hogar te calma el espíritu desgastado mientras duermes. Sonríes y paladeas hasta lo más mínimo —esa brisa matutina con aroma de almendros— porque prefieres morir de pie, y no encuentras nada más parecido a doblegarse que dejarte caer el espíritu ante el ‘las cosas siempre han sido así y siempre seguirán siéndolo’ que tu madre —o aquella que habían inoculado dentro de tu madre, desde la infancia— te repetía una y otra vez cuando tenías quince años.
Pero un mediodía descubres que el dolor es aleatorio, que de entre todos los seres a los que puede golpear, también elige a los inocentes, que no existe un porqué cuando se trata de infortunios. Y aunque las consecuencias reales del caso concreto no se vayan a derramar sobre ti o tu alrededor inmediato, de repente te ves obligada a encarar que, al menos en el espacio y profundidad que da una única vida humana, nadie puede percibir una brizna de justicia divina, el equilibrio que suponías que gobernaba los flujos energéticos no existe, y nada tiene sentido.
De repente, una tarde, la pasas escuchando a Mahler con su Ich bin der Welt abhanden gekommen, y de verdad te parece, no ya que no seas capaz de seguir el compás del mundo, sino que no te apetece seguirlo.
Aunque seas consciente de que por la mañana volverás a bailar a su ritmo.
viernes, 1 de abril de 2011
El dilema de las bolitas o el azar, que gobierna nuestras vidas
jueves, 24 de marzo de 2011
I Love You, Jimmy Darmody
Siempre me enamoro de personajes de ficción; supongo que ése es el precio que una paga por aprender a leer entre las líneas del mundo demasiado pronto. Los libros tienen la culpa; el nitrato de plata y las butacas incómodas con olor a maíz caliente; el vídeo beta y Rocky y Siete novias para siete hermanos; los largos viajes de noche en los que adivinabas las ondas producidas en la superficie de la luna, miles de kilómetros lejos de ti —Mira. Mira… Me sigue, adonde vaya—. La culpa es del chachachá, las parcas hilan el tejido que vestirá tu piel mucho antes de tu nacimiento, no soy yo, que son mis circunstancias.
El caso es que Jimmy Darmody me recordaba demasiado a Di Caprio, tan blandito y con cara de niña, para mí. Su tez pálida, sus ojos claros, ese mentón femenino y la boca caprichosa; no, nunca me habría fijado en él.
Pero Jimmy camina despacio y arrastrando una pierna, que sus heridas de guerra no le permiten hacerlo de otra forma. Lleva los hombros encogidos tal que un Sísifo mortal cuya carga se siente al verle levantar la mirada. Casi nunca sonríe y tiene la parsimonia del que sufre el síndrome de Casandra y aguarda con paciencia lo que el destino le depara. Acepta los agravios con una mirada sostenida y un parpadeo como única respuesta, la cabeza ladeada, los labios serenos.
No es un iletrado cualquiera, Jimmy, ¿sabes? Princeton, nada menos. Lo cambió, eso sí, por la batalla de Verdún, en el frente del Marne, el más cruel que jamás haya existido. Cinco minutos en una trinchera —le dice, la voz un susurro, a la madre de su hijo acerca de sus cuadros— y olvidas que en el mundo hay lugar para la belleza.
Cuando Jimmy mira, puedes apreciar que ve más que tú y que cualquiera. Ve cuanto es y cuanto él quiere que sea. Vislumbra el final del camino y orquesta la melodía con una habilidad serena. Si desea algo alarga la mano y lo hace suyo, extrayendo su esencia con movimientos drásticos y de fuerza contenida. Sí, arrastra la pierna, pero sus pasos son certeros.
Jimmy ha vivido la peor guerra de todas, la primera, y por eso se adivina la tormenta concentrada que le agarrota los trapecios. Pero saborea las sílabas cuando acaricia a su amada Pearl, la prostituta que recibió en su nombre el navajazo que le rasgó la belleza.
En su infinito conocimiento y poder, Jimmy administra justicia; la suya, la que sabe que es la única que existe. Y como es propio de un héroe de los años veinte, responde con templanza al desafío del desesperado. ¿Qué vas a hacer? ¿Dispararme para fanfarronear? Espeta de rodillas un desventurado heredero del apellido D’Allesio, con nombre de papa.
No iba a hacerlo, pero acabas de darme una idea, le concede Jimmy de pie y con calma, antes de entregarle un limpio balazo en la frente.
Jimmy contiene y representa el dolor de vivir amoldando sus circunstancias para convertirlas en posibilidades. Comprende la debilidad y se aleja de ella, porque en él no tiene cabida. Arranca la vida de quien lo merece —porque es así, sin duda, si él así lo considera— pero protege con intensidad y ternura a su madre, a su mujer, a su amante prostituta. Hay un juicio para todas ellas bajo el lacio y rubio cabello engominado, tras la mirada intensa, clara y ojerosa. Pero de entre sus parsimoniosos labios nunca se desliza un reproche siquiera encerrado entre los sonidos huecos.
Yo amo a Jimmy porque es perfecto, desgrana su mortalidad a cada instante y en un exceso de confianza a veces sonríe hincando una sola de sus comisuras carnosas. Y aunque sé que nunca existen razones lógicas para enamorarse, menos de un personaje de ficción, cada vez que lo veo detenerse e inclinar la mirada, balanceándose entre uno y otro pie, me digo a mí misma consciente de lo absurdo de mi sustento: ¿Qué otra cosa podría haber hecho?