Tengo una bola en la garganta y
una nube tóxica en las afueras. Y los vapores de cierto pesticida, provenientes
del puerto, de repente me han dado el superpoder de la ubicuidad aleatoria.
Existo
intermitentemente.
A veces a la vez, y retorno eternamente rebotando contra la pared; entre mi límite y yo.
Me he divorciado de la realidad. Sin querer, esta mañana.
Incluso ahora, en mí, habitan dos universos paralelos —miles de mundos en ellos—,
y yo salto de un plano a otro jugando a la rayuela que los satélites disponen. Me entrego a quien tira los dados, porque de todas maneras no me queda otra que ser quien soy ahora; ser quien se será mañana es harto difícil teniendo miopía y tendinitis en el supraespinoso.
Intento cazarlas al vuelo, y
mantener en mi día dos usos horarios, decenas de discuros, de voces, de
recorridos y fechas señaladas, a la vez.
Comparto minutos y letras, y a
veces hasta sonrisas y saludos, con Madrid, Londres, Valencia, Badajoz, México,
Berlín, San Antonio en Texas. Y el bosón ese de Higgs me mantiene los órganos
internos unidos aunque por porcentajes sólo existan en algunos universos y por
porcentajes tengan conciencia de ellos mismos en todos a la vez.
Voy caminando y se me ve —que no se oye— el efecto doppler.
Y no había nube tóxica. Por
ninguna parte.
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