jueves, 6 de diciembre de 2012

¡La nube tóxica, la nube tóxica!



Tengo una bola en la garganta y una nube tóxica en las afueras. Y los vapores de cierto pesticida, provenientes del puerto, de repente me han dado el superpoder de la ubicuidad aleatoria.
Existo intermitentemente.

A veces a la vez, y retorno eternamente rebotando contra la pared; entre mi límite y yo. 

Me he divorciado de la realidad. Sin querer, esta mañana.

      Incluso ahora, en mí, habitan dos universos paralelos —miles de mundos en ellos—, 
y yo salto de un plano a otro jugando a la rayuela que los satélites disponen. Me entrego a quien tira los dados, porque de todas maneras no me queda otra que ser quien soy ahora; ser quien se será mañana es harto difícil teniendo miopía y tendinitis en el supraespinoso.

 Intento cazarlas al vuelo, y mantener en mi día dos usos horarios, decenas de discuros, de voces, de recorridos y fechas señaladas, a la vez.

 Comparto minutos y letras, y a veces hasta sonrisas y saludos, con Madrid, Londres, Valencia, Badajoz, México, Berlín, San Antonio en Texas. Y el bosón ese de Higgs me mantiene los órganos internos unidos aunque por porcentajes sólo existan en algunos universos y por porcentajes tengan conciencia de ellos mismos en todos a la vez.


 Voy caminando y se me ve —que no se oye— el efecto doppler.




Se me ha divorciado la realidad de sí misma, cuando esta mañana he leído el periódico con el que aprendí a leer.

Y no había nube tóxica. Por ninguna parte. 

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