viernes, 7 de diciembre de 2012

Medusa


Todo empieza una noche en la que estás demasiado cansada como para desenredarte el pelo. Intentas sacarte la goma que sujeta la parte de arriba de la melena; liberas a tirones los mechones enredados que caen como cascadas interrumpidas, confusas, y dedicas un par de minutos a mirarte horrorizada en el espejo mientras te recreas imaginando el sufrimiento que conllevará deshacer esas bolas de pelo enmarañado que suelen cerrar filas sobre ellas mismas a medida que tus dedos escarban sin sentido buscando el comienzo de todo, y terminan por hacerse inexpugnables. Indisolubles. De solución impracticable. Todo empieza una noche en que te cansas antes de tiempo, sólo de pensarlo, y te dices: 'Mañana será otro día'.

Es que te rindes una noche y ya no puedes parar. A la siguiente por una más no pasa nada, y por la mañana, mmm, tómate antes un café, ¿no? y por la tarde, venga, va, me hago una coleta. Total, quién me va a ver; total, qué más me da. 

La rendición, el soltarse, genera adicción, mucho más que la cocaína o el azúcar porque ni excita ni consume. Ni siquiera requiere el mínimo esfuerzo.

Además, la vida tiene esas pequeñas cosas que te distraen de que te estás muriendo lentamente: el café y la fruta fresca. El agua caliente y el lecho mullido. Las miradas y las palabras de los otros. Que hay que pintar la valla, que si date prisa, Alicia, que llegas tarde.

Así, martes. Así, miércoles. Y cada noche, el terror de las bolas imposibles no hace más que aumentar frente al espejo. Comienza a picarte el cuero cabelludo. Los nudos no te dejan descansar, se te clavan en la nuca, en la coronilla, en los hombros, en el córtex frontal. 



No puedes dejar de rascarte. Y las rastas, que los nudos han devenido en delgados troncos del brasil que se abrazan unos a otros a partir de tu cráneo, resisten cualquier envite de cualquier utensilio con el que intentes serrarlas. Cortarlas de raíz, segar sus viles existencias. Pero no. 

Y si quieres salir de casa qué haces. ¿Te pones una bolsa en la cabeza? Parecen raíces centenarias afluentes a la superficie, los mechones enredados que te abrazan ya todo el busto. Empieza a ser desesperante, y además huele mal. No es bonito eso, estar al lado de una especie de criatura semi mitológica a la que le huele la cabeza. Además, tan mal.

Justo cuando has alcanzado tal punto de angustia vital que la sangre está a punto de salírsete por los poros a punto de nieve—strawberry bath foam—, suena el teléfono y es el amor de tu vida, ese cuya llamada llevas esperando quince años. Llaman a la puerta y es Gabriel García Márquez, que viene de viaje y quiere descansar unas horas tomando unos tragos contigo en el patio. Te llega un mail de Daryl Hannah para que vayas a saltar con ella en su cama elástica, que te pone un avión hasta Colorado. Que lleves biquini. 



Tú quieres morirte, que la tierra te trague, saltar por los aires, deshacerte en miles de pedacitos pequeños. Deseas con todas tus fuerzas que se te derrita la cabeza y que todo estalle o que se detenga. O que deje de funcionar la ley de la gravedad. Mejor aún: que se te caiga el pelo.
Te derrumbas y ya todo deja de tener sentido, porque mientras deseabas todas esas cosas tan detalladamente, el amor de tu vida ha colgado, Gabriel García Márquez se ha ido, normal, y Daryl Hannah te ha vuelto a escribir, que si tanto te cuesta decidirte igual es porque no tienes ganas, bonita, que no pasa nada, que otro día será. O no. 

Y tú ya no quieres nada, porque de tan abandonada en tropel que te sientes de golpe, se te han quitado las ganas de vivir. Decides que lo mejor será tirarte por el balcón de un quinto piso y quitarte la vida, pero sospechas que la maraña gigante que rodea tu cráneo lo protegerá de cualquier impacto. Así que te mueres del disgusto, de la impresión. De sentir tan intenso el preciso instante en que ves que no hay salida.

Todo esto, porque una noche estabas tan cansada que no fuiste capaz de desenredar un nudo, un pequeño nudo, en toda esa cabellera que te puebla la cabeza. Ese ligero e insignificante nudo que siempre te queda bajo la coronilla cuando te quitas la coleta. Insignificante y ligero, sí; pero mira en qué se convierte el menor obstáculo si te rindes ante él, si relajas las costumbres y olvidas la disciplina, si permites que la holgazanería campe a sus anchas por tu jardín. Si te confías al azar del cómo vengan las cosas. 

Terminas calva. De la impresión. 

2 comentarios:

  1. Esos son los momentos de raparse al cero y perder de vista el nudo, la melena entera y empezar otro guión propio más motivador, sin el peso de nudos parásitos que van por su cuenta y riesgo

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    1. Querida Laura: sabias palabras. En ello estoy, que por aquí viene bien con tanto calor; todo te sobra. ;)

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