lunes, 17 de diciembre de 2012

La Luz




Cuelgas tus pantalones del biombo tras el que dejamos en barbecho el mundo exterior.

Con sus escafandras, sus máscaras de gas, sus picos bursátiles y sus días de humo.

Tomas con calma tu cincel y con dedicación esculpes cada segundo en mi piel. Utilizas un líquido que abrasa, que borra, que limpia y reconstruye. Y las células se abrazan y multiplican con entusiasmo renovado. Sin que yo pueda hacer nada por detenerlas.

Bajo tu foco soy nueva, transparente, todo te lo doy. Sin que yo pueda hacer nada por detenerlo. 

viernes, 7 de diciembre de 2012

Medusa


Todo empieza una noche en la que estás demasiado cansada como para desenredarte el pelo. Intentas sacarte la goma que sujeta la parte de arriba de la melena; liberas a tirones los mechones enredados que caen como cascadas interrumpidas, confusas, y dedicas un par de minutos a mirarte horrorizada en el espejo mientras te recreas imaginando el sufrimiento que conllevará deshacer esas bolas de pelo enmarañado que suelen cerrar filas sobre ellas mismas a medida que tus dedos escarban sin sentido buscando el comienzo de todo, y terminan por hacerse inexpugnables. Indisolubles. De solución impracticable. Todo empieza una noche en que te cansas antes de tiempo, sólo de pensarlo, y te dices: 'Mañana será otro día'.

Es que te rindes una noche y ya no puedes parar. A la siguiente por una más no pasa nada, y por la mañana, mmm, tómate antes un café, ¿no? y por la tarde, venga, va, me hago una coleta. Total, quién me va a ver; total, qué más me da. 

La rendición, el soltarse, genera adicción, mucho más que la cocaína o el azúcar porque ni excita ni consume. Ni siquiera requiere el mínimo esfuerzo.

Además, la vida tiene esas pequeñas cosas que te distraen de que te estás muriendo lentamente: el café y la fruta fresca. El agua caliente y el lecho mullido. Las miradas y las palabras de los otros. Que hay que pintar la valla, que si date prisa, Alicia, que llegas tarde.

Así, martes. Así, miércoles. Y cada noche, el terror de las bolas imposibles no hace más que aumentar frente al espejo. Comienza a picarte el cuero cabelludo. Los nudos no te dejan descansar, se te clavan en la nuca, en la coronilla, en los hombros, en el córtex frontal. 



No puedes dejar de rascarte. Y las rastas, que los nudos han devenido en delgados troncos del brasil que se abrazan unos a otros a partir de tu cráneo, resisten cualquier envite de cualquier utensilio con el que intentes serrarlas. Cortarlas de raíz, segar sus viles existencias. Pero no. 

Y si quieres salir de casa qué haces. ¿Te pones una bolsa en la cabeza? Parecen raíces centenarias afluentes a la superficie, los mechones enredados que te abrazan ya todo el busto. Empieza a ser desesperante, y además huele mal. No es bonito eso, estar al lado de una especie de criatura semi mitológica a la que le huele la cabeza. Además, tan mal.

Justo cuando has alcanzado tal punto de angustia vital que la sangre está a punto de salírsete por los poros a punto de nieve—strawberry bath foam—, suena el teléfono y es el amor de tu vida, ese cuya llamada llevas esperando quince años. Llaman a la puerta y es Gabriel García Márquez, que viene de viaje y quiere descansar unas horas tomando unos tragos contigo en el patio. Te llega un mail de Daryl Hannah para que vayas a saltar con ella en su cama elástica, que te pone un avión hasta Colorado. Que lleves biquini. 



Tú quieres morirte, que la tierra te trague, saltar por los aires, deshacerte en miles de pedacitos pequeños. Deseas con todas tus fuerzas que se te derrita la cabeza y que todo estalle o que se detenga. O que deje de funcionar la ley de la gravedad. Mejor aún: que se te caiga el pelo.
Te derrumbas y ya todo deja de tener sentido, porque mientras deseabas todas esas cosas tan detalladamente, el amor de tu vida ha colgado, Gabriel García Márquez se ha ido, normal, y Daryl Hannah te ha vuelto a escribir, que si tanto te cuesta decidirte igual es porque no tienes ganas, bonita, que no pasa nada, que otro día será. O no. 

Y tú ya no quieres nada, porque de tan abandonada en tropel que te sientes de golpe, se te han quitado las ganas de vivir. Decides que lo mejor será tirarte por el balcón de un quinto piso y quitarte la vida, pero sospechas que la maraña gigante que rodea tu cráneo lo protegerá de cualquier impacto. Así que te mueres del disgusto, de la impresión. De sentir tan intenso el preciso instante en que ves que no hay salida.

Todo esto, porque una noche estabas tan cansada que no fuiste capaz de desenredar un nudo, un pequeño nudo, en toda esa cabellera que te puebla la cabeza. Ese ligero e insignificante nudo que siempre te queda bajo la coronilla cuando te quitas la coleta. Insignificante y ligero, sí; pero mira en qué se convierte el menor obstáculo si te rindes ante él, si relajas las costumbres y olvidas la disciplina, si permites que la holgazanería campe a sus anchas por tu jardín. Si te confías al azar del cómo vengan las cosas. 

Terminas calva. De la impresión. 

jueves, 6 de diciembre de 2012

¡La nube tóxica, la nube tóxica!



Tengo una bola en la garganta y una nube tóxica en las afueras. Y los vapores de cierto pesticida, provenientes del puerto, de repente me han dado el superpoder de la ubicuidad aleatoria.
Existo intermitentemente.

A veces a la vez, y retorno eternamente rebotando contra la pared; entre mi límite y yo. 

Me he divorciado de la realidad. Sin querer, esta mañana.

      Incluso ahora, en mí, habitan dos universos paralelos —miles de mundos en ellos—, 
y yo salto de un plano a otro jugando a la rayuela que los satélites disponen. Me entrego a quien tira los dados, porque de todas maneras no me queda otra que ser quien soy ahora; ser quien se será mañana es harto difícil teniendo miopía y tendinitis en el supraespinoso.

 Intento cazarlas al vuelo, y mantener en mi día dos usos horarios, decenas de discuros, de voces, de recorridos y fechas señaladas, a la vez.

 Comparto minutos y letras, y a veces hasta sonrisas y saludos, con Madrid, Londres, Valencia, Badajoz, México, Berlín, San Antonio en Texas. Y el bosón ese de Higgs me mantiene los órganos internos unidos aunque por porcentajes sólo existan en algunos universos y por porcentajes tengan conciencia de ellos mismos en todos a la vez.


 Voy caminando y se me ve —que no se oye— el efecto doppler.




Se me ha divorciado la realidad de sí misma, cuando esta mañana he leído el periódico con el que aprendí a leer.

Y no había nube tóxica. Por ninguna parte. 

sábado, 21 de enero de 2012


Tu mirada, tus susurros corriendo por mi almohada, tu forma de lavarme el pelo, tus gestos de entertainment inagotable. Todo vuelve sólo con un sueño.

Mi sensación de pertenencia, mi atención focalizada en tu boca, lo caliente del pliegue de tus brazos, la curva que desciende de tus caderas a la total y absoluta plenitud.

Tus besos de medio lado, tu revolverme el pelo y ponerte mis tangas; el tesoro del Delfín y sus rincones brillantes y húmedos.
Tú, cogiéndome en brazos y tú, haciéndome rabiar. Yo, incansable, reteniendo tu imagen clavada en mí, desgastando tu cremoso cuello. Tú, sin soltarme en un autobús urbano, yo, completa por tenerte pegado a mí.

Todo vuelve a mí, en un momento. No es que me vuelvas a poseer, es que nunca te has ido. Y yo vuelvo a ser una estudiante sacando coraje de donde ya no queda nada, recitando en voz cada vez más alta los apuntes de Opinión Pública mientras las palabras se deshacen y corren en regueros como el rímel de Daryl Hannah en Blade Runner, mientras el teléfono suena una y otra vez.

Y lo haré, volveré a sacar un sobresaliente en la materia; continuaré respirando y contemplando cómo mis órganos vitales insuflan a mi carne algo parecido a la vida en este sistema que camina y se mueve con un compás perdido. Lo contemplaré desde el espacio exterior, donde me senté a esperar doce páginas atrás; y me veré respirar, fuerte y erguida dispuesta a vaciar mis venas por cualquier causa que me haga olvidar que, por seguir la razón que esta cuadriculada sociedad impone y al revés de como decía aquella horterada que cantabas desde la bañera, yo no lo dejé todo porque te quedaras.

Me suicidé un mes de septiembre, y acepté la condena de tener la certeza de que una vez sentí, como aquel que siente presente y punzante el miembro amputado una década atrás. Ahora sólo miro por la ventanilla; los postes telefónicos se suceden a toda velocidad, y a veces la luna, a veces el sol, bañan la tierra yerma.

miércoles, 17 de agosto de 2011


Queridos amigos papistas y peregrinos,

Ahora es cuando os envidio de veras. Cómo querría en estos momentos encontrar una verdad consistente a la que asirme y entregarme sin reservas, algo que me pudiera serenar el espíritu, que supiera explicar cómo un cristiano, que defiende valores de solidaridad con el necesitado, justifica y defiende con uñas y dientes el gasto desmesurado en fastos y boato, a costa de recortar necesidades básicas a los que menos tienen.

Somos mucho más parecidos de lo que creéis, incluso el movimiento indignado del 15M y el movimiento cristiano original tienen muchos puntos en común. Dar de comer al necesitado es un precepto puramente cristiano, nacido de la opresión de un pueblo sometido a un poder desmesurado y grandilocuente. En algunas zonas fueron tolerados en sus inicios, hasta que descubrieron que amenazaban al estamento dominador. Es tan viejo como el hombre, la necesidad de pedir justicia.

Nos habréis de perdonar —y estoy segura, que me tachen de optimista, de que a estas horas estaréis, los guías espirituales instando a los más jóvenes a comprendernos, y algunos de los más jóvenes lo estaréis intentando, e igual alguno lo consigue— si se nos va la mano coreando lemas irreverentes alguna vez. Ojalá hayáis vivido una experiencia con la que comparar nuestra situación. Ojalá. Ojalá fuérais capaces de compartir el dolor de ver cómo se recortan derechos básicos de acceso a vivienda, sanidad o educación y material escolar a tus semejantes mientras una fastuosa celebración multitudinaria recibe privilegios, a pesar de que todos hayamos votado que no sería así en ningún caso, únicamente por ser la ideología imperante entre los miembros del gobierno. O por presiones de poder. O por lo que sea.

Ojalá tuviérais la gran generosidad de espíritu de poneros en el lugar de los habitantes del país que estáis visitando, o de vuestros conciudadanos. No de todos, por supuesto; me refiero a la parte que no está de acuerdo con esta visita. Los que salimos a la calle a decíroslo, porque estaría bueno que pretendan hacernos creer que la educación, la sanidad y la vivienda no son necesidades tan urgentes para invertir nuestros impuestos como lo es la visita propagandística, que no tiene otro fin —o me lo explicáis—, de un líder religioso que, según nuestra constitución, no nos representa —que no estamos en contra de que vengáis vosotros, a título personal. Mientras el coste de la visita lo costee la Iglesia, o cualquier otro que no sean nuestros derechos básicos—; y los que no salen a la calle porque no se creen con derecho a decirlo en voz alta. Tal es la educación católica que pesa en nuestro país.

Ojalá supiéramos todos separar la fe espiritual de los valores esenciales que conforman el cuerpo de una religión de las estrategias totalizadoras que perpetúan los estamentos para poder vivir a costa de su rebaño.

A mí, la rancia religión católica y sus preceptos actuales, no los principios originales del cristianismo, se me antojan similares a las ataduras que rodean emocionalmente a lo que hoy en día llaman una ‘víctima de violencia de género’. Alguien te dice que eres culpable por algo que jamás podrías reparar, puesto que no está en tu mano —cómo se sostendrá entonces que esté en tu mano hacerlo—; alguien te dice que la manera en que eres, cómo funcionan tus mecanismos biológicos, es sucia y es necesario dominarla. Él te guiará. Porque tú no eres lo suficientemente responsable como para elegir lo que es bueno o malo, él te lo dirá. Se responsabilizará de tu vida: si sigues el camino, cuando cometas un pecado te absolverá a cambio de una pequeña penitencia, que ellos saben valorar exactamente el peso de tu alma y tu dolor, y si llevas a cabo buenas obras, el mérito sólo te pertenecerá a ti. Buen trato, ¿no? Al final todo termina bien, porque vas al cielo y te salvas. Aunque como para ese entonces estarás muerto, en vida nunca sabrás si están en lo cierto. Ah, que ahí viene lo de la FE. Con mayúsculas, porque a mí me parece una jartá de fe.

Pero ese no es el punto que intento defender. Evidentemente soy un ser humano, y, al no ser católica ni tender a la divinidad ni al infinito, tengo bastantes defectos y mis pasiones me dominan aunque intento razonar, la mayoría de las veces. Tengo mucha inclinación al sarcasmo y el descreímiento, y en ocasiones mi tono puede estar teñido de condescendencia y soberbia, cosa que intento evitar. Os pido disculpas por todas aquellas veces en las que no lo he logrado. Soy muy inflamable, irreverente y reacciono de forma brusca cuando me indigno. Suelo parecer bastante terca. Digo parecer porque, aunque no te dé la razón, al irme a casa, rumio todo lo que me has dicho e intento contrastarlo con los datos y experiencias de mi pobre percepción y mi limitado razonamiento humano. Al no tener un dios que me expíe, suelo ser bastante estricta en mis principios, pero sólo conmigo misma. Por esta razón, en ninguno de los dos casos, ni en el de las víctimas de violencia de género —quienes por cierto sufren en silencio los golpes físicos o psicológicos de su agresor, pero no intentan convencer a sus vecinas de que ahí reside la salvación—, ni en el de los creyentes en la Iglesia católica, soy intervencionista en absoluto. Allá cada cual con lo que permita con sus cuerpos y mentes. A mí no me hace daño, si ambas partes han elegido libremente.

Pero —vuelvo a los inicios, tal es mi perplejidad por el asunto— soy absolutamente incapaz —sí, achacádmelo a mí también, es una incapacidad mía— de ponerme en vuestro lugar, de comprender los procesos lógicos que os llevan a defender la oportunidad de esta visita y los privilegios que mantenéis frente a los que la soportan económicamente. No, si, aunque jamás lo admitáis en público, seguís creyendo en vuestros fueros internos que el mejor destino de esos 25 millones de euros —que nos admiten que va a costar la visita de vuestro papa— es éste, y no el restablecimiento de la partida destinada a educación infantil, suprimida este año por falta de fondos en la Comunidad de Madrid, por ejemplo. Sé que cuesta, pero intenta ponerte en mi lugar. Imagina, usa tu poder de imaginación para hacer un esfuerzo verdaderamente humano e incluso de hermanamiento y comprensión, e imagina que todos aquellos a los que amas, tachados de antinaturales o insolidarios por otros que profesan otra fe, no llegan a final de mes, no pueden comprarles libros a sus hijos, sufren largas listas de espera o recortes en la atención sanitaria porque no hay dinero suficiente, según sus gobernantes. Y estos mismos gobernantes destinan una sustanciosa suma, días después de haber subido escandalosamente el precio del transporte, a la visita del líder religioso que proclama ‘verdades’ que a ti te resultan hirientes. Las personas que ves a diario sufrir por falta de recursos tienen que pagar, además de la crisis generada por bancos y gobernantes, un billete de metro a coste un 50% más caro, pero los invitados sólo pagan el 80% de ese precio total. Por retratar uno solo de los agravios comparativos se podrían citar. ¿No perderías las formas? ¿No te verías inundado por una oleada de impotencia ante la injusticia ni te verías impulsado a salir a la calle a gritarlo? Si no es así, enhorabuena: estás hecho de mármol y te mereces ese paraíso al que optas por una vida de culpa. Toda mi admiración por el dominio y control de ti mismo. Yo he sido incapaz.

El rechazo a la injusticia social, ese sentimiento humano de solidaridad y conmiseración, que no compasión que no me gusta, es lo que ha hecho avanzar a la civilización humana, lo veáis o no. Como que el cielo es azul, mucho más claro que la santísima trinidad, dónde va a parar. Los sentimientos de resignación, sometimiento y confianza en un poder superior —los valores que sustentan esta visita— jamás han guiado los pasos del hombre hacia delante. Más bien al revés: todas esas conciencias repletas de culpas pequeñas, que aceptan no razonar ni criticar al de arriba, por miedo a los demás o a sí mismos, a perder la aprobación del otro o la salvación eterna, entretejen la trama de conformismo de la que se nutren los agentes de poder. Este dios, el de El Vaticano, os ama, sí, aunque si todos no podéis ser ricos, os prefiere pobres, resignados y adoctrinados.

Pero si no lo veis, esa no es mi lucha. Me encantaría que pudiérais entender que no se daña vuestra fe ni vuestras creencias pidiendo que los estamentos dominadores de la iglesia católica vivan de acuerdo con vuestras sagradas escrituras y entreguen al pueblo lo que es del pueblo, fruto de su trabajo. Pediros que seáis consecuentes con esa sencilla solicitud de decencia humana tampoco creo que sea para tanto; mucho menos si me decís que podríais permanecer impasibles ante una injusticia feroz y no sucumbir a las pasiones humanas. Si lográis tal compostura, esto será pecata minuta para vosotros.

Ojalá.

Al menos, a mí me queda el consuelo de admitir —porque sí, ya lo he dicho antes, aunque no lo parezca, las discusiones con personas a las que amo terminan por dejarme poso— felizmente, dicho sea de paso, que puedo llegar a comprender y admirar la labor de cristianos de base como los ciento veinte curas madrileños que han rechazado una visita de su líder que es ‘una demostración de poder’ y no de solidaridad, según sus palabras. Pues no los he nombrado hoy veces, no; pues no estaré yo orgullosa, de personas con las que comparto tan poco, en un primer vistazo.

viernes, 22 de julio de 2011

Por fin el día llegó. Y acto seguido, se esfumó.



Como cada vez, se despertó en medio del mismo sueño de cada lustro: remolinos de pétalos de mil especies distintas de flores la envolvían. Inmóvil, con los ojos entrecerrados, los diminutos y coloridos pétalos se le enredaban en las pestañas; era consciente de que el dibujo sería claro para cualquiera situado a dos mil metros sobre su figura. Pero ella no podía darle forma, desde el centro del cálido huracán.


Al abrir los ojos, la visión se esfumó aunque siguiera allí. Cada músculo acogía el calor del día señalado con la gratitud que conceden cuarenta y tres mil ochocientas horas de espera. Se desperezó y estiró los dedos de las manos y de los pies. Respiró y percibió el ligero aroma a naranja y cilantro que siempre acompañaba su llegada.


Calentó agua, la perfumó con orquídeas y, como siempre y a pesar de la serenidad que aplicaba a sus movimientos, se quemó los dedos al tocar las asas de acero del perol. Aunque tenía dispuestos y preparados varios paños al lado del fuego, en el último momento parecía olvidar, por costumbre, protegerse del calor con ellos.


La luz de media mañana y el rumor de las ramas de las higueras agitándose con la incipiente brisa veraniega se ocuparon de crear la estampa estival acostumbrada mientras sumergía su larga melena en el baño aromático.


Tras frotar con calma y mimo cada palmo de su cuerpo con agua y jabón, ungió la cara interna de sus extremidades con aceite de prímula y magnolias, macerado durante meses, como si de un rito mortuorio se tratara. Cada vez le asaltaba ese mismo pensamiento, y cada vez sonreía ante lo acertado de su ocurrencia, desgastada de tanto pretender ser original.


Con el cabello trenzado, los ojos transparentes y descalza, caminó durante horas bajo un sol que a otros les habría parecido despiadado y que a ella le hacía cosquillas en los pómulos y la nuca. Caminó y caminó, y ascendió por escarpados caminos, atravesó el bosque y el valle, y siguió el curso descendiente del arroyo. Sintió de forma alterna las piedras y el limo en las plantas de sus pies, mientras por sus pantorrillas y muslos le trepaban las fuerzas que había ido perdiendo con el olvido de la última vez que recorrió aquel camino.


Llegó hasta el montículo elegido y subió y subió, sin detenerse, respirando hondo y pausadamente, sintiendo cómo cada articulación soportaba el peso de su existencia y lo empujaba con ligereza a través de senderos esculpidos con los pies de alguien muy parecido a ella; con sus propios pies.


Y nada más coronar la cima, ocurrió. Las corrientes de aire que la habían ido acompañando, jugando con sus dedos y susurrando en idiomas extraños, se fortalecieron e hicieron silbar las agrupaciones arbóreas al pie. Con ellas ascendía una melodía cristalina y especiada. La fuerza centrífuga del viento le retorció el vestido celeste y le salpicó la cara de mechones castaños que se resistían a guardar las formas. La electricidad estática vino y se fue. Como si se encontrara en el mismo vórtice del mundo, percibió cómo el conocido géiser aéreo la atravesaba vaciándola de todo contenido, y su carne comenzó a cobrar sentido.



Entonces dejó de pensar. Y no pudo saber si llevar la cuenta de aquel segmento temporal en minutos, semanas o meses. Lo que supo, al cesar todo movimiento dentro y alrededor, es que había de volver a bajar para comenzar a olvidar, esperando, con alegría y tesón, a que volvieran a transcurrir los mil ochocientos veinticinco días de rigor.




Desde allí arriba todo podía verse con claridad, y sin embargo, de la misma manera que un observador con la nariz pegada a un lienzo de Roy Lichtenstein no puede distinguir más que algunos puntos de colores, nunca sería capaz de percibir nítidamente la forma del que la poseía, cada cinco lustros, en lo alto de aquella colina.