lunes, 3 de enero de 2011

Carta a los Reyes Magos de Oriente, quienes quiera que sean


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Queridos Reyes Magos…


Antes de pedir nada, creo que debo sincerarme con vosotros. En realidad yo no soy católica. No creo en dios todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, que nos envió a su hijo como emisario, futuro salvador de la Humanidad. Fundamentalmente, si hay algo que me niego a creer por encima de todo, es en el hecho básico para la existencia de la liturgia cristiana de que un hombre sufrió y murió por redimir los ‘pecados’ del resto.

Fíjate que estaría dispuesta a aceptar que un señor hace dos mil años y pico caminó sobre las aguas, que multiplicó los panes y los peces; hasta que nació en un pesebre con una vaca y un buey y que una estrella os guió hasta él para llevarle oro, incienso y mirra. Pero culpabilizar al ser humano por haber nacido bajo el signo de su propia naturaleza me parece la peor, la más perversa y dañina por su extensión en el espacio y el tiempo, de las mentiras ideadas por el hombre.

Aquel ser clarividente que era Platón ya lo enunció varias veces con su mito de las cavernas y con lo que llamó ‘anamnesis’; los sufíes cuentan que la marca en la mitad de nuestro labio superior, bajo la nariz, obedece a la presión ejercida por el dedo de un ángel que, al posarse sobre los labios del recién concebido, borra todo rastro del conocimiento del mundo que su alma —tan antigua como el mundo— guarda. Así que no diré que creo, diré que sé que el hombre aún no está preparado para usar su libre albedrío sin un tutor de sus pasos. Lo sé porque leo los periódicos, no sólo porque haya heredado el conocimiento milenario de mis ancestros los trilobites.

Tras siglos de conquista de las libertades y los derechos humanos, con la lucha obrera, la batalla por la igualdad y el sufragio universal… Casi doscientos veintidós años después de la Revolución Francesa y sus ideales fraternales, continuamos estancados y sin evolucionar en este aspecto. Y, en mi opinión, gran parte de la responsabilidad de este estancamiento recae en la perniciosa idea de que existe un ser superior que conoce el límite exacto entre el bien y el mal y además pretende que los ciegos que poblamos la Tierra cumplamos a rajatabla con sus designios.

El hombre progresa a pasos agigantados. En 1969, todos pusimos un pie en la Luna. Incluso yo, que no había nacido; si una jartá de gente asegura que mis pecados a día de hoy fueron la causa de la tortura de una persona hace dos mil años, entonces también bajé del Apolo XI con Armstrong un feliz día del Carmen. Cuando yo era pequeña, era impensable que alguien pudiera comunicarse en tiempo real con una persona que estuviera al otro lado del Atlántico o del Pacífico, sin hacer uso del teléfono. Tampoco era siquiera imaginable que alguien recibiera un transplante de rostro, que un frigorífico hiciera la compra o que se pudiera detener a un asesino por haber dejado restos de su piel bajo las uñas de su víctima. Una retahíla de descubrimientos y avances científicos, en todos los campos, resultan la marca del tiempo del hombre del siglo XX; y tiene pinta de que siga siendo así para el del siglo XXI. Nuestra vida cotidiana está repleta de hechos que se les aparecerían insondables y misteriosos a nuestros abuelos, hace cincuenta años.

Pero el ser humano, por dentro, sigue conteniendo la misma semilla de Caín y Lady Macbeth, de Medea y Giges, de Narciso y Kali. Aunque también sé que, exactamente en la misma medida, de alguna manera, aunque el equilibrio se halle rara vez en una misma unidad corpórea, en el universo se puede encontrar idéntica cantidad de átomos pertenecientes a Antígona, Prometeo, Hamlet e incluso el príncipe Siddharta.

A esos átomos que os conforman, apelo. Si existís, que lo hacéis, visto así, es porque millones de pensamientos, durante miles de años, os han dado entidad y sustancia con cada latido acelerado que cada sombra en la noche de un cinco de enero provocaba dentro de un niño emocionado y curioso. Mis padres susurrando en el salón, con la puerta del pasillo cerrada, el entrechocar de sus copas y el rumor de paquetes y lazos, os crearon, para mí. Y antes, muchísimos décadas y lustros y siglos antes, miles de bocas con sus lenguas y laringes y tráqueas, incluso dedos, piel y sangre de corderos, contribuyeron a moldear vuestras siluetas, regalos y atuendos.

De la misma manera en que cada grano de arena forma una duna, y cada duna un desierto; igual que cada gota de lluvia resbala por cada continente hasta integrarse con cada océano, os hemos construido utilizando los materiales más nobles: las mejores intenciones y los mejores instintos del hombre.

Pero así como Fausto firmó un papel con una gota de sangre sin ser plenamente consciente de lo que entregaba, el hombre se desprendió, aceptando un dios soberano eterno guía de su comportamiento, de su responsabilidad ante su propia vida. Igual que un niño travieso, justificamos comportamientos y acciones egoístas, dañinos y deleznables aduciendo que es la norma, y secretamente confesándonos para recibir la absolución de un ser superior y perfecto, a diferencia de nuestra pobre alma humana, sujeta a las pasiones corpóreas y viscerales. No eludimos ofender al prójimo por principios, como sería propio de un ser consciente y responsable de sí mismo, sino por temor al castigo o a la mirada reprobatoria del otro.

Y, a pesar de tanto progreso y tanto milagro tecnológico, no hemos sabido librarnos de esta lacra.

No sé si el panorama que os he descrito os gusta. Tampoco he entrado en detalles, que como me ponga a relatar las perfidias de mis semejantes, de las que también me considero partícipe —así en lo bueno como en lo malo—, o sus hazañas, probablemente no sea capaz de detenerme hasta que se me colapse el hipotálamo. Pero sé que captáis el concepto. Ahora, las peticiones… ¿no?

Pues vuelvo a empezar, esta vez de forma personalizada.

Queridos Melchor, Gaspar y Baltasar:

Lo he estado pensando mucho y, aunque tendría miles de cosas que pedir —que vuelva mi perfume favorito de los veintidós, que mi madre no deje de dormirse ni en el cine con mis películas favoritas ni de despertarse proclamando con entusiasmo cuánto le han gustado, que los ojos verdes sean verdadeiros, que Random House Mondadori me corteje con ricas telas provenientes de Oriente y elefantes recubiertos de perlas, que todo mi cuerpo sienta Hanoi, Petra y París, en ese orden, que los ojos de mi padre me enseñen sólo lo mejor del mundo, como siempre, que mi pelón siempre esté al alcance de mi mirada y mi voz, y que mi discernimiento y obra me haga digna de compartir las alegrías y percances de todas las personas a las que amo—, sólo os voy a pedir una. Que a lo mejor os parecen varias, pero en esto podéis hacer lo que la iglesia católica pide todo el rato, recordad aquello de que dios es uno y trino: un acto de fe.

Hagamos todos un acto de fe en los demás y en nosotros mismos. Un acto de fe en la naturaleza humana que nos despoje de desconfianza y animadversión, rencor, odio o envidia. Seamos capaces de ver que guardamos dentro el mapa de nuestro recorrido, pero también somos nuestros propios maestros y discípulos, los principales artífices y responsables de nuestro futuro. Tenemos una sola vida para aprender de nuestros errores y poner en práctica lo reconocido, aquello que guardamos desde el principio de los tiempos. Confesemos que no hay una única verdad y que no todo vale para cualquiera. Si fallamos, no habremos sido suficientemente fuertes, no culpemos al influjo de fuerzas oscuras.

Queridos reyes magos, si lográis que mañana, tras el eclipse de sol de las ocho y treinta y cinco, cada una de las personas de la Tierra se sienta dichosa de estar viva y responsable de las consecuencias de sus actos, si conseguís que cada uno reconozca el milagro de dios en sus entrañas; si mañana al amanecer cada uno de los habitantes del mundo se da cuenta del poder que guarda dentro de sí, ese que une indivisiblemente cada molécula de nuestro cuerpo con cada molécula de todo lo que existe, se recuerda capaz de cambiar el mundo con su propio camino —porque eso es lo que es el camino de un hombre: una síntesis del mundo— y consigue hacer brillar lo mejor de su naturaleza, entonces no hará falta que cumpláis ninguno de los cientos de deseos que he desechado a cambio de este, porque en ese caso, no me hará falta nada.

(Bueno, a lo mejor tendríais que hacerme llegar un frasco de mi perfume favorito a los veintidós, pero para eso sois magos, ¿no?)

1 comentario:

  1. ME ENCANTO, Y SI ME LO PERMITES LO COMPARTO. MARAVILLOSO, EMOCIONANTE, LO QUE ME HUBIESE GUSTADO EXPRESAR. GRACIAS.

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